Publicado en Misterios de la Arqueología y del Pasado nº 14, nov. 1997.
Hombre de pocos amigos debido a su fuerte carácter, extraordinario dibujante y no menos impresionante egiptólogo, Howard Carter, reunió en una sola persona a un genio de la arqueología pero con un carácter poco dado a las amistades.
Nacido un 9 de Mayo de 1874 en el seno de una familia acomodada de la ciudad inglesa de Kensington, hijo de Samuel John Carter y de Martha Joyce Sands, Howard Carter vivió desde pequeño su gran pasión: la Egiptología. Tras recibir una meticulosa educación privada y desarrollar unas dotes extraordinarias para el dibujo, de la mano de su padre, con tan sólo diez y siete años, Carter no tuvo problemas para ser recomendado y unirse al grupo de colaboradores del Archaeological Survey, ligado al Museo Británico, comenzando así lo que sería una carrera en Egiptología que le llevaría tres décadas después a ser el inglés más popular del mundo entero.
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Una carrera meteórica
Su primer contacto con el mundo faraónico vino de la mano del mismísimo Sir Flinders Petrie, otro monstruo de la Egiptología británica, al participar activamente con él en las excavaciones que llevaba a cabo en 1891 en El-Amarna. Pero su trabajo fue más allá del de un simple colaborador. Sus excepcionales cualidades artísticas llevaron a Carter a desempeñar durante la última década del siglo pasado, el puesto de dibujante de las excavaciones británicas del Archaeological Survey en los importantes yacimientos de Beni Hassan, El Bersheh y, especialmente, en Deir El Bahari.
Fue 1899 su último año como dibujante profesional al recibir del francés Gaston Maspero, a la sazón Director del Servicio de Antigüedades de Egipto, el no despreciable cargo de Inspector General de los Monumentos del Alto Egipto. De esta manera, Carter, cuando tan sólo contaba con veinticinco años de edad, se convertía en uno de los egiptólogos más importantes del momento.
Su labor como Inspector no tardó en apreciarse rápidamente. Su primer empeño fue el de proporcionar luz eléctrica a varias tumbas del Valle de los Reyes (Biban el Moluk) y al gigantesco espeos de Ramsés II en Abu Simbel. Aquél, junto a la supervisión en 1902 de las excavaciones del millonario norteamericano Theodor Monroe Davis (1837-1915), sería el primer contacto arqueológico de Carter con el impresionante Valle de los Reyes a donde acostumbraba a ir todas las semanas a pintar.
Bronca y en la calle
El carácter áspero, y en ocasiones un poco agrio, de este joven británico no supuso una barrera para que, después de más de diez años de estancia en Egipto, desarrollara un sentimiento de aprecio hacia sus colaboradores más cercanos, la gran mayoría egipcios que vivían en modestas aldeas. Esta cordialidad fue la que le proporcionó el primer disgusto de su carrera egiptológica.
Cuando en 1903, Carter aceptó de Maspero un nuevo nombramiento como Inspector General de los Monumentos del Bajo Egipto, no se le pasó por la cabeza lo poco que duraría en ese cargo.
En cierta ocasión, revisando Carter el estado del Serapeum de Sakkara, fue avisado de la existencia de un pequeño altercado en la entrada al monumento. Una vez allí, el joven inspector observó que el problema radicaba en un reducido grupo de turistas franceses que, después de haber libado una cantidad cuantiosa del licor predilecto de Baco, en un ambiente festivo y jovial pero nada amistoso, pretendían visitar el interior del Serapeum sin abonar la consabida entrada de acceso al mismo. Ante la lógica negativa de los porteros, el grupo de abyectos franceses comenzó a arremeter a los pobres egipcios con insultos y un amago de zurra. Los encargados, desconcertados por lo absurdo de la situación, fueron a llamar a Carter, quien, dando la razón a sus cumplidores ayudantes, negó la entrada a los súbditos franceses. Por su parte, el jovial grupo de bacantes, que debían de ser gente importante, tuvieron el descaro de ir a presentar sus protestas ante el cónsul francés en Egipto por el «desmerecido trato» que recibieron en el Serapeum. El cónsul, más insolente aún que los borrachos turistas, pidió a su compatriota Maspero, explicaciones por lo sucedido y éste, confundido y en previsión de que las cosas fueran a más, se vio obligado a proponer a Carter que pidiera disculpas a los franceses. Pero el orgulloso Inspector, lejos de aceptar y también en defensa de sus fieles subordinados egipcios, que habían sido humillados de forma intolerable, se negó y dimitió de su cargo.
Carter se vio en la calle con apenas treinta años, en un país que no era el suyo, y teniendo solamente como medio de vida un caballete y una paleta de colores con los que hacer vistosas acuarelas para los turistas, tarea que desarrolló durante cuatro años que le parecieron eternos. Sin embargo, Maspero, que tenía gran afecto al antiguo Inspector, en reconocimiento a su lealtad tenía un importante as guardado en la manga para el británico.
Carter retoma su trabajo
A Egipto había llegado un joven conde inglés de apenas cuarenta y un años, quien, tras haber sufrido un aparatoso accidente automovilístico en Alemania, se vio obligado a pasar los inviernos en un clima templado, huyendo del riguroso frío británico. Lord Carnarvon, que así se llamaba el conde, decidió invertir una pequeña parte de su fortuna en el coleccionismo y en las exóticas excavaciones que tan de moda estaban por entonces en el valle del Nilo. Así en 1907, consultado por Carnarvon, Maspero no duda en presentarle a Carter como un consejero técnico y director de inestimable precio en las excavaciones. Se daba el pistoletazo de salida a la aventura arqueológica más apasionante de la historia.
Carter y Carnarvon trabajan juntos durante los primeros años de excavación en un peregrinar continuo que les llevó desde Aswan hasta el Delta. En todas estas excavaciones, el propio Carter, al contrario que muchos de sus estirados colegas, no tenía reparos en quitarse la chaqueta y ayudar a sus obreros en las tareas de desescombro, gesto por el que se ganó el cariño de los egipcios.
Sin embargo, será en la necrópolis tebana en donde realicen los descubrimientos más interesantes, como el cementerio de las reinas de la XVIII dinastía, el templo del valle de Hatshepsut, las dos tumbas de esta misma reina, e innumerables tumbas privadas de nobles del Imperio Medio y Nuevo. Sin embargo, todas ellas aparecieron saqueadas y sin ningún interés coleccionístico que era, a la postre, lo que realmente interesaba a Carnarvon.
En 1912, el millonario Davis, para quien años antes había trabajado Carter, finalizó su contrata de excavaciones en el Valle de los Reyes con el desencanto de apenas haber descubierto nada interesante y con una idea muy clara: en ese lugar no quedaban más tumbas por excavar. Este pensamiento, del que también se hacía partícipe el Director General del Servicio de Antigüedades, Maspero, no parecía convencer mucho al intrépido Carter, quien viendo que Davis no tenía intención de renovar su permiso en el valle, sugirió a Carnarvon que solicitara dicha licencia. Como Carnarvon no parecía muy convencido del alocado plan de Carter, éste tuvo que cambiar de táctica para, literalmente, camelar a su mecenas y convencerle de que en el Valle de los Reyes todavía quedaba mucho por descubrir.
Diez años de vacío y un misterioso nombre
Desde 1912 hasta 1922, poco fue lo que Carter encontró en el valle. Sin embargo, el hallazgo de la tumba de Amenofis I, el primer enterramiento real descubierto desde que Carnarvon financiaba los trabajos, pareció dar nuevos bríos a la excavación. Pero Carter estaba empeñado en conseguir un único objetivo. Si todas las tumbas de la XVIII dinastía estaban concentradas en torno al mismo lugar del valle, no muy lejos de allí debía de encontrarse el enterramiento de un faraón apenas conocido cuyo nombre era Tutankhamón, «la imagen viviente de Amón». De él sólo se conocía que había reinado después de Akhenatón gracias a una estela conservada en Karnak en donde también se mencionaba la vuelta a la ortodoxia religiosa después del lapsus herético de Amenofis IV, Akhenatón.
Pero ¿por qué buscaba ciegamente Carter la tumba de Tutankhamón en aquel recóndito lugar de Biban el Moluk? Pocos sabían que años antes, Davis descubrió en aquella zona un pequeño vaso de piedra verde y unas láminas de oro que debieron pertenecer a un pequeño cofre con el nombre de Tutankhamón. También aparecieron otros vasos, bolsas y vendas del enterramiento. Todo ello hizo pensar a Davis y a sus colaboradores que la pequeña tumba situada muy cerca de los hallazgos era en realidad la tumba saqueada de este misterioso faraón. Pero la experiencia de Carter le hizo sospechar que en realidad la tumba de Tutankhamón estaba por descubrir y no muy lejos de allí.
El descubrimiento del siglo
Durante la Primera Guerra Mundial Carnarvon regresó a Inglaterra y Carter permaneció en Egipto realizando labores diplomáticas. Tras el parón de la guerra, en 1917 se reanudaron los trabajos en el Valle de los Reyes. Pero iban pasando las campañas de excavación y los descubrimientos realizados no compensaban en absoluto la inmensa fortuna que llevaba invertida el millonario británico. De esta manera, cuando solamente quedaban unas semanas para finalizar la concesión de los trabajos, Carnarvon informó a Carter de su deseo de abandonar Biban el Moluk para continuar excavando en otros lugares más fructíferos.
Carter no debía perder la oportunidad. Si hace diez años convenció a Carnarvon para excavar en el valle, ahora debía suplicarle únicamente prorrogar un sólo año más la búsqueda. El Lord, no entendía el porqué, pero confió en las palabras de su entusiasta colega. No se arrepentiría.
El 4 de noviembre de 1922 Carter fue avisado por uno de sus obreros de la aparición de un escalón cerca de la tumba de Ramsés VI. El inglés, acompañado por Arthur R. Callender -íntimo amigo suyo y uno de los pilares básicos del estudio posterior de la tumba-, entusiasmado con la posibilidad de haber encontrado una nueva tumba real, se presentó al momento en el lugar. Una vez liberada la escalera, sobre la pared se pudieron leer los sellos de la necrópolis y el nombre del faraón que tanto había anhelado, Nebkheperure, Tutankhamón. Inmediatamente, Carter envía un telegrama a Highclere, la residencia de los Carnarvon en Gran Bretaña, informándole del asombroso hallazgo. El día 23 de ese mes llegaban a Luxor Lord Carnarvon y su bella hija, Lady Evelyn Hervert.
Carter, Callender, Carnarvon y su hija fueron los primeros en descender por el pasillo. La situación de las dos puertas que cerraban la galería de entrada a la tumba parecía denotar que habían sido abiertas y vueltas a cerrar, colocando de nuevo los sellos de la necrópolis. Este pequeño contratiempo, hizo sospechar a Carter que la tumba había sido saqueada ya en la Antigüedad. Sin embargo, lo que consiguió entrever a través del pequeño agujero realizado en la puerta que daba acceso a la antecámara, le hizo postergar cualquier sospecha. Introduciendo una pequeña vela aparecieron ante sus ojos toda clase de muebles de oro, carros, sillones, cofres, estatuas, naos y un larguísimo etcétera de objetos fascinantes, muchos de ellos solamente conocidao a través de representaciones pictóricas de otras tumbas.
Carnarvon, impaciente por saber lo que había en el interior, preguntó:
– «¿Ve Ud. algo?»
– «Sí, cosas maravillosas», contestó el arqueólogo inglés, que no daba crédito a lo que veía.
Según el propio Carter, los cuatro, conscientes del hallazgo, abandonaron la tumba al instante con el fin de buscar las medidas de seguridad necesarias para proteger la tumba y reanudar los trabajos el día siguiente…
Comienza el pillaje
Sin embargo, es a partir de este preciso instante, cuando Carter recuerda una pequeña cláusula de la cesión de excavación en el valle que rezaba: «De encontrar una tumba real, absolutamente todo pertenecerá al gobierno egipcio». De lo contrario, iría al cincuenta por ciento con el descubridor. Carter, previendo que de su gran hallazgo no podría obtener nada y haciendo bueno el refrán de «no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy», esa misma noche del día 23, entró en la tumba junto a Lord Carnarvon y Lady Evelyn, literalmente, «hasta la cocina». Esta circunstancia se comprobó posteriormente revisando cartas y documentación fotográfica del propio Carter.
Un irresistible deseo por conocer todos los secretos de la tumba les llevó a ir más allá en sus intenciones. Así, removiendo escuetamente los objetos que se encontraban ante la puerta de acceso a la cámara mortuoria, flanqueada por dos estatuas del Ka de Tutankhamón, realizaron un pequeño agujero en la parte inferior de la entrada. Tras ella, descubrieron las capillas gigantes que cubrían los sarcófagos antropomórficos del faraón y accedieron por el angosto pasillo que separaba la pared de las capillas, hasta la llamada cámara del tesoro en donde una impresionante estatua de Anubis hacía guardia a la puerta.
Una vez saciados todos sus instintos de curiosidad, Carter y sus acompañantes retrocedieron sobre sus pasos y volvieron a tapar con yeso la entrada a la cámara sepulcral. Para no fundar sospechas sobre su furtiva visita, taparon la mancha del yeso nuevo, de un color totalmente diferente al original, con un pequeño cesto y unas ramas que había en un rincón de la sala. Este fue el momento en el que los investigadores tuvieron constancia de su importantísimo descubrimiento. El desorden de la tumba denotaba un cierre precipitado. Es posible que los ladrones fueran descubiertos en el acto y la tumba vuelta a cerrar apresuradamente.
Carter había mentido por primera vez y no sería la última. A modo de souvenir, se quiso llevar una pequeña cabeza de madera del faraón Tutankhamón saliendo de una flor de loto, que según él apareció delante de la puerta a la antecámara. Por suerte, se pudo recuperar cuando el inglés pretendía sacarla del país dentro de una caja de botellas de vino, después de catalogarla como “simple curiosidad” de la tumba de Tutankhamón.
En tres meses y medio se sacaron los cientos de objetos aparecidos en la antecámara. Cada uno de ellos fue fotografiado, dibujado y catalogado de forma individual, para su posterior traslado a la cercana tumba de Seti II en donde se había instalado un laboratorio provisional de restauración. Allí cada objeto recibía los cuidados necesarios para poder soportar el viaje hasta el Museo de El Cairo en donde serían tratados más detenidamente.
En este sentido, hay que reiterar que el trabajo realizado por Carter y su extraordinario equipo no podía ir más allá de los medios de su época. Con todo, ya fue singular en su momento una catalogación tan precisa de cada una de las piezas descubiertas, circunstancia que facilitó sobremanera su estudio posterior. Sin embargo, nadie sabe qué pudieron haberse llevado Carter, Carnarvon o su hija aquel día 23, por la sencilla razón de que no ha aparecido nada con qué acusarles. Contradiciendo lo que muchos especularon en 1988, cuando en el castillo de Highclere aparecieron en doblefondos de las paredes varias piezas egipcias de la colección de Carnarvon sacadas ilegalmente del país, ninguna de ellas pertenecía a la conocida tumba de Tutankhamón.
Puedes ver la casa de Howard Carter a la entrada de la carretera que lleva al Valle de los Reyes en este vídeo.
Pantomima en la apertura oficial
Desde un primer momento, al carácter de Carter hubo que sumar su entonces incomprendido deseo de que nadie pisara la tumba sin su permiso. Para evitar problemas cedió la exclusividad periodística de la tumba al diario The Times, y preparó una soberbia pantomima el día 17 de febrero de 1923 con el fin de efectuar la «apertura oficial» de la cámara sepulcral a las 14:15 ante un grupo reducido de autoridades y egiptólogos. Para que no se notara la marca dejada por el yeso en la puerta, Carter y Callender colocaron ante ella una tarima que tapaba justamente tan comprometedora mancha.
Los meses y años sucesivos fueron un auténtico tormento para Carter. Todo el mundo quería visitar la tumba, lo que significaba el continuo retraso de los trabajos, repitiéndose en más de una ocasión altercados similares a los de Sakkara cuando era Inspector General de los Monumentos del Bajo Egipto. Más de una vez tuvo que abandonar los trabajos porque las autoridades egipcias pretendían hacerse acopio del protagonismo en el descubrimiento, buscando cualquier artimaña política para expulsar a Carter.
Contra viento y marea, en la primavera de 1932, casi diez años después de su descubrimiento, finalizaron los trabajos de restauración de la tumba. Hasta entonces Carter había aprovechado el tiempo de forma extraordinaria. A las conferencias impartidas en todo el mundo, visitando incluso Madrid en noviembre de 1924, hay que añadir la amplísima documentación, la gran mayoría inédita, que se conserva en la actualidad en el Griffith Institute de Oxford.
Howard Carter murió el 2 de marzo de 1939 en su casa de Kensington sin cumplir su sueño de publicar todo el estudio de la tumba. Tan sólo consiguió ver la luz una especie de diario muy ameno en donde relataba todas las vicisitudes del descubrimiento, obviando, lógicamente, la intrahistoria del mismo. Sin embargo, en un gesto que le honra como egiptólogo y quizás en un último ademán de arrepentimiento, Carter donó su vastísima colección particular de antigüedades egipcias al Museo de El Cairo.
Carter & Carnarvon S.A.
George Edward Stanhope Molyneux Herbert (1866-1923), quinto conde de Carnarvon, fue el patrocinador y coprotagonista de esta gigantesca empresa. Educado en los mejores colegios de Inglaterra -el Eton y el Trinity College de Londres- Carnarvon ha sido visto como la prototípica imagen de un aristócrata inglés de vida fácil, con una impresionante fortuna heredada y agrandada de generación en generación que le permitía llevar a cabo las actividades más placenteras. En 1903, el mismo año en que Carter se veía sin empleo vagando por las calles de El Cairo, Carnarvon sufrió un dramático accidente en su automóvil cuando circulaba a la «friolera» velocidad de 30 kilómetros por hora. A pesar del trabajo realizado por los médicos y las costosísimas operaciones a que se vio obligado el Lord, éste quedó casi inválido.
Carter y Carnarvon nunca pasaron más allá del simple amor-odio que conlleva cualquier trato profesional. Por otra parte, el carácter de Carter tampoco daba para más. Sin embargo, cuentan las lenguas viperinas del cotilleo y del vaudeville arqueológico, que poco antes de la muerte de Carnarvon, fallecido en 1923, sus relaciones se vieron un tanto forzadas por el continuo acercamiento entre Carter y la hija de su mecenas, Lady Evelyn Herbert. Esta relación, que según Carnarvon era de «algo más que amigos», no debió de agradar mucho al Lord inglés. Sin embargo, sabemos que la repentina muerte de éste, cuando empezaban a disfrutar las mieles del éxito, afectó profundamente a Carter, dedicándole el fruto de su trabajo en sucesivas publicaciones.
La misteriosa inscripción desaparecida
Resulta inevitable hablar de la leyenda de la maldición toda vez que se menciona el nombre de Tutankhamón (ver «Misterios de la Arqueología y del Pasado» nº1). Las misteriosas muertes que se sucedieron desde el momento de apertura de la tumba del Faraón Niño han otorgado un desgraciado protagonismo a tan singular descubrimiento.
La aparición de una extraña tablilla en donde se podía leer “La muerte tocará con sus alas a todo aquel que intente perturbar el sueño eterno del faraón”, que nadie ha visto nunca y de la que se dijo que el propio Carter hizo desaparecer para evitar las supersticiones de sus obreros egipcios, fue el origen de tan singular leyenda. Pero en las anotaciones de Alan Gardiner, de quien se dijo que también falleció por la maldición ¡en 1968!, no se hace ninguna mención al respecto.
Si bien es cierto que nadie puede negar la realidad del fallecimiento en circunstancias poco claras de algunos miembros del equipo de Carter o la del propio Lord Carnarvon, hay que aclarar que la gran mayoría de ellas estaban dentro de la lógica o, en su caso, nada tenían que ver con los descubridores de la tumba. Así, modernas investigaciones achacan la muerte de varios arqueólogos al poder mortífero de algunos hongos desarrollados en materiales muy antiguos.
Carter, por ejemplo, que debía ser el primero en fallecer por la entonces conocida “maldición de Osiris”, lo hizo quince años después del descubrimiento. Carnarvon, al igual que Callender, ya estaba enfermo cuando comenzaron las investigaciones. En ocasiones, la muerte de familiares de los miembros del equipo se relacionó, sin ningún sentido, con la maldición.
© Nacho Ares 1997