Publicado en Misterios de la Arqueología y del Pasado nº3, diciembre 1997
Puedes saber más cosas sobre la piedra de Rosetta en este vídeo de mi canal Dentro de la pirámide. También puedes escuchar la dramatización que hicimos en SER Historia sobre el desciframiento de la piedra de Rosetta.
Revolucionario, filólogo, historiador, pero, ante todo, niño prodigio, Champollion destapó el tarro de las esencias de la cultura egipcia. Gracias a él pinturas, esculturas y papiros de toda clase empezaron a hablar, contándonos la historia de un pueblo que llevaba más de mil quinientos años en silencio.
La colección de antigüedades egipcias de Jean Baptiste Fourier era una de las más prestigiosas de toda Francia. Prefecto del Instituto de Grenoble y director del Instituto de Egipto en El Cairo, monsieur Fourier era famoso por haber participado como director de la comisión científica en la expedición napoleónica de 1799; el colofón a una carrera sembrada de multitud de distinciones y condecoraciones como matemático y físico.
Las amplias habitaciones de la casa de monsieur Fourier albergaban piedras de todos los tamaños y colores que creaban un ambiente terriblemente frío. Sin embargo, la belleza de los objetos allí expuestos, convertía las salas en un cálido lugar de recreo y placer.
El insigne científico gustaba de mostrar su colección a eruditos y sabios compañeros suyos. Pero en esta ocasión, su invitado era muy especial. No se parecía en nada a sus estirados colegas. Junto a él caminaba un niño de diez años de edad. El pequeño invitado, de nombre Jean François, estudiaba con detenimiento aquellas estatuas mudas, los dibujos de los templos y los rollos de papiro cubiertos con dibujos de hombres, muebles y patos en posturas inverosímiles.
Monsieur Fourier observaba asombrado al niño por el interés que mostraba en todo aquello que veía. El pequeño Jean François era el alumno más aventajado del instituto de Grenoble y había recibido como premio a su trabajo el honor de visitar la colección de monsieur Fourier.
De pronto, Jean François levantó la mirada hacia su anfitrión y, señalando la extraña escritura de un papiro, preguntó:
-¿Puede leerse esto, Señor?
Monsieur Fourier se limitó a negar con la cabeza.
-Yo lo leeré -dijo Jean François, seguro de sí mismo- Cuando sea mayor, lo leeré.
Jean François Champollion era el niño que visitó la colección privada de monsieur Fourier. Había nacido en Figeac, una pequeña ciudad al sur de Francia, el 23 de Diciembre de 1790 a las dos de la madrugada. Hijo de un librero y de una enfermera retirada por haber sufrido un accidente que la llevó a vivir sobre una silla de ruedas, el pequeño Jean nació rodeado de una extraña leyenda. Meses antes del nacimiento, su madre había caído enferma sin auxilio posible para los médicos. Desesperado, su padre, de nombre Jacques, buscó los servicios de un curandero. Éste pidió a la mujer que se sentara sobre unas hierbas y que bebiera un extraño brebaje de vino caliente. Al tercer día sanó y, según cuentan numerosos testigos, el curandero predijo que en pocos meses daría a luz un niño cuya fama perduraría para siempre. Así ocurrió.
Una ascensión meteórica
El joven Jean François no había olvidado la promesa hecha ante monsieur Fourier de leer los jeroglíficos. No conformándose con ser el alumno más aventajado del Instituto de Grenoble, lugar a donde le había mandado a estudiar su hermano Jacques Joseph, secretario de monsieur Fourier, añadió a su perfecto latín, griego y hebreo, otras lenguas antiguas como el árabe, el sirio, el caldeo, el sánscrito, y diferentes dialectos de China y Méjico. Con solo trece años, este monstruo de la filología, se veía capacitado para comenzar el camino más largo de su vida: el desciframiento de los jeroglíficos egipcios.
Al acabar sus estudios en el Instituto de Grenoble, en 1807 Champollion es enviado por su hermano a París para continuar sus estudios. Llevaba bajo el brazo una copia de la piedra de Rosetta que le había proporcionado el propio Fourier (ver Misterios de la Arqueología nº 1, p. 45). Esta piedra llega a convertirse en algo obsesivo para la existencia de Champollion. Día y noche da vueltas a la inscripción trilingüe intentando, infructuosamente, obtener alguna respuesta clara al significado de los jeroglíficos.
Durante dos años continúa sus estudios en lenguas orientales a las que añade el persa y el copto -la lengua egipcia con caracteres griegos-. En alguna carta a su hermano, ya demuestra su claro interés en dedicarse de pleno al estudio de los jeroglíficos: Mis estudios de copto siguen su curso -escribe el propio Champollion- y me proporcionan grandes alegrías. Soy tan copto que para entretenerme traduzco al copto todo lo que me viene a la cabeza. Quiero saber el egipcio tan bien como el francés, porque mi gran trabajo sobre los papiros egipcios estará basado en esta lengua.
El afán de traducir cualquier cosa al copto llevó a Champollion a traducir incluso libros modernos. Curiosamente, hacia el año 1850 un sabio de la época, creyendo que se encontraba ante un texto de los Antoninos, ¡comentó doctamente la traducción que había hecho Champollion al copto del libro de fósiles del alemán Beringuer!
En 1808 vuelve a Grenoble para realizar el doctorado en Letras, eludiendo, gracias a la influencia de su hermano, la llamada de soldados realizada por el Emperador. Se le nombra poco después Secretario de esta Facultad y profesor de Historia Antigua. Había dejado asombrados a los miembros de la Academia. Era increíble que un joven de apenas dieciocho años pudiera exponer con tanta elocuencia ideas e hipótesis de trabajo tan brillantes sobre el antiguo Egipto. Al salir de la reunión, Champollion se desmaya. Su notable intelecto era desproporcionado con su débil salud, hecho que le acarrearía innumerables problemas a lo largo de su vida.
Al año siguiente comienza una obra voluminosa que llevaba el sugestivo título de Egipto en el tiempo de los faraones o Investigaciones acerca de la Geografía, la Religión, la Lengua, las Escrituras y la Historia de Egipto antes de la invasión de Cambises. De esta obra solamente verá la luz en 1814 su primera parte, dedicada a la Geografía.
Al mismo tiempo, Champollion buscaba y rebuscaba cualquier mención que existiera sobre los jeroglíficos. Leyó hasta la saciedad a los antiguos clásicos -Heródoto, Diodoro, Estrabón, Clemente de Alejandría, Horapolo, etc.-. pero en ninguno de ellos encontró una sola pista sobre el significado real de los jeroglíficos.
El dineral que se gastaba en libros iba empeorando su precaria situación económica. Vivía gracias a las ayudas de su hermano en un pensión de mala muerte frente al Louvre. Pero ello no le hacía olvidar su obsesión por la piedra de Rosetta. Comparaba palabras, líneas y párrafos enteros. Lenta pero constantemente sus progresos iban aumentando. El 30 de Agosto de 1808 escribe a su hermano Jacques Joseph mostrándole los primeros pasos de su trabajo.
Un jarro de agua fría
Bien avanzada su senda infinita, Champollion recibe en el Colegio de Francia la peor noticia que se le podía dar. ¡Alguien había descifrado los jeroglíficos antes que él! Un auténtico desconocido para la época, de nombre Alexandre Lenoir, conocido de Champollion desde hace un año, acababa de publicar un folletín titulado Nouvelle Explication, en donde descifraba los jeroglíficos egipcios.
Champollion, angustiado por la noticia, se apresuró hacia la librería más cercana en donde compró con las pocas monedas que tenía en el bolsillo, un ejemplar de dicha publicación, escapando luego hasta la mugrienta pensión en donde se alojaba, para sentarse ante su mesa de trabajo y leer con avidez el folletín.
Como de la noche al día, la angustia se convirtió en alegría y el llanto en risa. Le bastó leer unas pocas páginas para darse cuenta de que lo que había escrito el pobre Lenoir no tenía ni pies ni cabeza. Una absurda invención que únicamente había conseguido darle un buen susto.
Un revolucionario comprometido
En 1814, los problemas políticos se acentúan en Francia. Napoleón, debido a lo delicado de las circunstancias, se ve obligado a huir de la isla de Elba y es Grenoble una de las primeras ciudades que se une a su causa. El joven Champollion es acusado de haber subido a la ciudadela de la ciudad y arrancar la bandera de los Borbones. Este suceso, al que hay que añadir la reconocida adhesión de los dos hermanos Champollion al movimiento revolucionario, no fue del agrado de Luis XVIII quien decide destituirlos de sus cargos públicos. Por un período de tiempo, Jean François debe olvidarse de los jeroglíficos y recluirse en Figeac, su ciudad natal, para poder subsistir como profesor particular.
Cuatro años más tarde, debido al favor pendiente por unos amigos de París, Champollion recupera su puesto en el Instituto de Grenoble, perdiéndolo poco después al tomar parte activa en unos disturbios en 1821. Marcha a París en donde su hermano desempeñaba el cargo de secretario de un importante helenista, monsieur Dacier, quien a la postre sería profesor del propio Champollion, pudiendo tener acceso a las grandes bibliotecas de la capital y continuar su estudio de los jeroglíficos.
Su trabajo era continuado y tenaz. Con frecuencia, caía enfermo debido al agotamiento sufrido en las largas noches pasadas estudiando innumerables textos egipcios a la luz de una pequeña bujía. No obstante, el deseo de descifrar los jeroglíficos era más fuerte que la enfermedad.
La carrera por los jeroglíficos
A la sombra de Champollion trabajaron otros científicos y filólogos de la época. Todos rivalizaban entre sí, lanzándose descalificaciones mutuamente cada vez que uno de ellos levantaba la voz para hacer públicos sus avances en el desciframiento de los jeroglíficos. El sueco Akerblad, el francés de Sacy y especialmente el inglés Young son sus competidores más cercanos. Todos trabajan a partir de copias de la piedra de Rosetta, como si se tratara de un juego reglamentado en donde el pistoletazo de salida hubiera sido el descubrimiento de esta piedra en 1799.
Hacia 1820 todos estos investigadores se encuentran en el mismo estadio de conocimientos. Quien más o quien menos ha podido traducir algunas palabras, pero siempre debido a un golpe de suerte más que al seguimiento de una metodología específica. Todos se vigilan con el rabillo del ojo. Sin embargo, solamente será Jean François Champollion quien, en un gesto de lucidez insuperable, logra dar el paso definitivo, derrotando así a todos sus contrincantes.
En una jornada de trabajo más, Champollion da con la clave exacta de los jeroglíficos. Habiendo agotado todas las combinaciones posibles entre el texto griego y el jeroglífico de la Rosettana -nombre con el que ya era conocida- Champollion se da cuenta de un «obviedad» que hasta entonces le había pasado desapercibida. Si en el texto griego había 486 palabras y en el egipcio había 1419 jeroglíficos, parecía estar claro que la escritura egipcia no era puramente ideográfica, en donde cada signo es una idea, sino que debía de ser también fonética, leyéndose algunos signos y otros no. Ahora solamente tenía que buscar el punto de partida.
La clave estaba en los cartuchos
Champollion, ante su desordenada mesa de trabajo, leía una y mil veces el texto de la piedra de Rosetta: Los sacerdotes de Menfis agradecen al rey Ptolomeo… al rey Ptolomeo… al rey Ptolomeo… repetía Champollion. De pronto, un espasmo nervioso le recorrió la espalda. Al rey Ptolomeo… ¡Eso es! ¡En el texto egipcio debe de estar escrito el mismo nombre! Como si se acabara el tiempo de su vida, Champollion tiró al suelo todos los libros que le estorbaban sobre la mesa y extendió las páginas con los signos jeroglíficos de la piedra de Rosetta. Buscó detenidamente ayudado por una lupa entre los signos jeroglíficos. No tardó en encontrar uno de los extraños cartuchos que tanto le había intrigado desde hace años. ¡Ahí estaba la solución! Colocó una letra sobre cada uno de los jeroglíficos. ¡Coincidían! Pero necesitaba más pruebas; podía tratarse de una casualidad. Se acordó del obelisco egipcio que pocos años antes había sido trasladado hasta Inglaterra. Al pie del mismo había un inscripción en jeroglífico y en griego; una segunda piedra de Rosetta. Buscó entre los cajones de su habitación la copia que un amigo le había mandado desde Inglaterra. En el texto griego aparecía el nombre de la reina Cleopatra. Buscó en el texto jeroglífico y no tardó en encontrar un nuevo cartucho. Al igual que hizo con el nombre de Ptolomeo, superpuso las letras a los signos jeroglíficos. ¡Coincidían! ¡Lo había conseguido! acababa de descubrir el valor fonético de cuatro signos y había dado un valor alfabético a los ocho restantes.
Excitado por su descubrimiento, coteja sus resultados con las copias de otros textos. Así, van apareciendo ante él diferentes faraones y emperadores romanos. Por sus manos pasan todas las copias de textos que siempre se le habían resistido. Copias sin sentido que se amontonaban en los cajones de su habitación. Pero ahora, todas ellas sin excepción, van cobrando vida según desfilan ante los ojos de Champollion. Acompañado de su esposa Rosine, el 27 de Septiembre de 1822 Jean François Champollion escribe su célebre Carta a monsieur Dacier, relativa al alfabeto de los jeroglíficos fonéticos empleados por los egipcios para escribir en sus monumentos los títulos, los nombres y los apelativos de los soberanos griegos y romanos. Había ganado la partida a sus contrincantes, a la vez que daba a luz una nueva ciencia: la Egiptología.
Vuelta a casa
En 1828 Champollion ve cumplido el sueño de su vida: viajar a Egipto. No pudo pisar el suelo del país que tanto había amado desde que era un niño, hasta que tuvo treinta y ocho años. Le acompañan dibujantes y alumnos suyos. Recorre todo el país de Norte a Sur. Allá a donde va dibuja, copia y traduce. Los jeroglíficos no tienen secretos para él. Fruto de este viaje es la publicación de un grueso volumen dedicado a los Monumentos de Egipto y de Nubia.
Los que le habían considerado traidor a la patria deben hincar su rodilla y reconocer el trabajo de un genio.
El 4 de Marzo de 1832 Champollion ve cortado su sueño en la flor de la vida. El agotamiento sufrido con el paso de los años y los excesivos esfuerzos por conseguir su gran anhelo, acabaron con la débil salud del francés. No tardaron en salir las ratas para desacreditar la imagen de Champollion. Pero el tiempo le dio la razón. Primero el prusiano Richard Lepsius en 1866 y finalmente Le Parge-Renouf en 1896, leyendo un discurso para la Royal Society londinense, reconocen la espléndida labor de Champollion.
© Nacho Ares 1997