Artículo publicado bajo el título “Egipto. Lo que queda por descubrir” en la revista Más Allá de la Ciencia nº130 diciembre 1999
El siguiente artículo publicado hace casi 20 años viene a demostrar la enorme cantidad de lagunas que aún hoy tiene la excavación en Egipto. En el texto original hablaba de aspectos que ya se han superado y que en algunos casos aquí he borrado directamente. En otros casos, he añadido entre corchetes una aclaración para poner al día el estado de la cuestión.
Según las estimaciones oficiales, solamente conocemos alrededor de una quinta parte de los monumentos que hace tiempo cubrieron de gloria las fértiles riveras del Nilo. Tumbas, palacios, templos, estatuas, siguen escondidos bajo algún lugar recóndito del milenario valle o devorados por el ardiente abrazo de las arenas del desierto, ocultando uno de los secretos más codiciados por los arqueólogos: el milagroso surgimiento de esta civilización.
Las matemáticas no mienten. Aunque resulte sorprendente, en apenas 250 años, los que transcurrieron entre los reinados de Esnofru y Unas (2500 a. C.), Egipto empleó en sus construcciones, más piedra que en todo el resto de su milenaria historia. Este escalofriante cálculo puede resultar lógico a simple vista, toda vez que entre estos dos reyes se erigieron las pirámides más grandes, dedicando para ello varios millones de bloques. Sin embargo, la razón nos indica que realmente tuvo que ser mayor el número de construcciones levantadas en los siglos posteriores, de los que solamente se ha descubierto el 20 por ciento, según el cálculo del Servicio de Antigüedades de Egipto.
Nosotros hicimos lo mismo en la Edad Media con la construcción de las catedrales. En pocos siglos se movió igual o más cantidad de piedra que en la época faraónica. Sin embargo, las catedrales están ahí y las podemos ver 1000 años después.
Descubrir dónde están las construcciones perdidas en Egipto es el firme propósito de las decenas de misiones arqueológicas que, incluso desde los países más recónditos del mundo, han viajado hasta Egipto para arrebatar los secretos de las ardientes arenas del desierto. Americanos, checos, franceses, japoneses, polacos, alemanes, españoles, británicos y por supuesto los propios egipcios, realizan sus trabajos a diario en el Valle del Nilo, para descubrir qué es lo que se oculta detrás de ese enigmático 80 por ciento. Monumentos que desde hace miles de años han sido olvidados y que solamente un guiño del destino concede poder redescubrir de nuevo, y así conocer algo más de lo que ocurrió sobre la Tierra en el albor de la civilización.
Pero, a pesar de la inestimable ayuda que puede otorgar en estos casos la diosa Fortuna, es mucho lo que queda por descubrir, reinterpretar o simplemente buscar de nuevo, después de que la arena lo haya engullido de nuevo. Si bien es cierto que muchos de esos monumentos jamás aparecerán porque fueron reutilizados en siglos posteriores como cantera improvisada para las nuevas ciudades, no cabe duda de que el resto puede ofrecer más de una sorpresa.
Gizeh: el iseion y la Esfinge
Varias expediciones arqueológicas han buscado en la región noreste de la planicie de Gizeh la prueba definitiva que demuestre la controvertida teoría de Orión. Ésta hipótesis viene a defender la posibilidad de que los egipcios construyeran sus pirámides siguiendo el mismo esquema que tiene en los cielos la constelación de Orión y que los antiguos identificaban con el dios Osiris.
Tal prueba concluyente reposaría en la existencia, todavía no confirmada, de un monumento dedicado a la diosa Isis, un iseion, divinidad identificada con la estrella Sirio, cuya ubicación debería de estar en algún punto de la prolongación noroeste de la diagonal que une las tres pirámides de Gizeh, bajo la aldea de Nazlet el Samman. Una de las características más llamativas de este edificio es que probablemente fuera de color rojo, ya que los egipcios, desestabilizando las teorías actuales de la astrofísica y por razones todavía desconocidas, veían a la estrella Sirio de este color, el rojo, en vez de un blanco azulado tal y como lo hacemos hoy, 2.000 años después.
Por lo menos así nos lo han contado autores clásicos como Cicerón, Séneca, Horacio o astrónomos antiguos como Hefestio o Claudio Ptolomeo quienes pudieron ver este fenómeno con sus propios ojos.
Resulta igual de interesante el testimonio de otros autores antiguos acerca de algunos aspectos todavía punzantes en lo que concierne a la Esfinge. Todos parecen estar de acuerdo en la existencia de una serie de cámaras bajo este león de Gizeh; cámaras que todavía no han sido descubiertas. Testimonios de primera clase de este tipo, como el de Plinio el Viejo (s. I d. C.), nos dan a conocer de qué manera la Esfinge fue considerada la tumba del faraón Horemheb o la de Armashis, y que bajo su cuerpo existía un corredor que unía este león con la Gran Pirámide. Por su parte, Jámblico, un siglo después que Plinio, mencionó que la Esfinge tenía una gran puerta con hojas de bronce y que en su interior se celebraban los ritos misteriosos de la diosa Isis, divinidad que, como vemos, estaba muy relacionada con la meseta de Gizeh.
Los templos sagrados
A unos 100 kilómetros al sur de la meseta de Gizeh, se encuentra uno de los oasis más bellos de todo Egipto. Apenas visitado por los turistas debido a su lejanía de los circuitos convencionales de las agencias de viaje, El Fayum, cerca del lago Moeris, es conocido por el hallazgo en 1888 de una necrópolis repleta de sarcófagos de época grecorromana de magistral ejecución, hoy conservados en el Museo Británico de Londres.
No muy lejos de este lugar, según relatan numerosos autores antiguos como Heródoto (s. V a. C.), Estrabón (s. I a. C.) o el mencionado Plinio el Viejo, se encontraba una construcción, el Laberinto, cuya magnificencia, si hacemos caso a estos testimonios, era superior incluso que la de las propias pirámides de Gizeh. Hoy día se identifica este monumento con las ruinas que yacen junto a la pirámide de Amenemhat III (1800 a. C.) en Hawara, cerca de El Fayum. Sin embargo, la realidad arqueológica no cuadra con la descripción de los autores antiguos. Este es el testimonio de Heródoto: «Tiene doce patios cubiertos, seis de ellos orientados hacia el norte y los otros seis hacia el sur, todos contiguos, cuyas puertas se abren unas frente a otras, y rodeados por un mismo muro exterior. Dentro hay una doble serie de estancias -unas subterráneas y otras en un primer piso sobre las anteriores-, en número de tres mil; mil quinientas en cada nivel. (…) 6. En efecto, los accesos de sala a sala y el intrincado dédalo de pasadizos por los patios despertaban un desmedido asombro mientras se pasaba de un patio a las estancias, de las estancias a unos pórticos, de los pórticos a otras salas y de las estancias a otros patios» (Hdt. 2. 148. 4).
Heródoto escribió que el Laberinto estaba compuesto por una docena de gigantescos patios y tres mil habitaciones, distribuidas en dos pisos, uno de ellos subterráneo. Además, junto al monumento existía un corredero subterráneo que lo unía con la pirámide de un rey y dos colosos gigantes colocados sobre el lago Moeris. Pero cualquiera que visite el lugar podrá comprender las nulas similitudes existentes entre este emplazamiento y el descrito por Heródoto o Estrabón.
Realmente es difícil comprender que se haya podido «perder» una pirámide de casi 100 metros de altura en la inmensidad del desierto. Algo parecido sucede con el Asclepion de Sakkara, mencionado por varios autores antiguos como Amiano Marcelino (s. IV d. C.) o Clemente de Alejandría (s. III d. C.) y del cual no se posee ni la más mínima pista sobre su posible paradero.
En época tardía, cuando la influencia griega comenzaba a empapar la cultura egipcia, algunas de las divinidades locales pasaron a tener un trasfondo helenizado. Es el caso del sabio Imhotep, visir del faraón Zoser (2650 a. C.), al que la tradición señala como el arquitecto de la primera pirámide de Egipto y también como divinidad de la medicina, identificándolo con el griego Asclepio, hijo de Apolo y Coronis, llamado Esculapio por los romanos. Según las crónicas de los viajeros clásicos, en honor de esta divinidad se erigió en Sakkara una capilla dedicada a la sanación. Hasta allí se desplazaban miles de enfermos procedentes hasta de los lugares más remotos de Egipto, en busca de una curación casi milagrosa. Seguramente, en interior de este Asclepion se conserven textos que relaten los extraordinarios conocimientos médicos de los sacerdotes egipcios, ciencia que fue uno de los puntales de la sabiduría de este pueblo.
Las tumbas perdidas
En una civilización en la que la importancia social de la muerte desempeñó un papel tan destacado, no es de extrañar que sean millones las tumbas que aún quedan por descubrir. Muchas de ellas fueron halladas a lo largo del siglo pasado y por falta de medios o simplemente por la dejadez de las autoridades, han sido cubiertas de nuevo por la arena, perdiéndose otra vez su ubicación. Algo similar a esto es lo que ha debido de ocurrir con tumbas de personajes importantes, mencionadas en los propios textos egipcios o por los viajeros griegos y romanos que tuvieron la suerte de visitarlas a comienzos de nuestra Era.
En la actualidad son varios los objetivos prioritarios de los egiptólogos, encaminados esencialmente a cubrir las grandes lagunas de esta ciencia. Entre estos objetivos se encuentra el hallazgo de la tumba del mencionado Imhotep. Hacia el año 175 d. C., el escritor satírico griego Luciano de Samosata mencionó su visita a esta tumba en las inmediaciones de Menfis, haciendo alusión muy posiblemente a lo que hoy conocemos como la región de Sakkara. En su breve visita a la tumba de Imhotep, Luciano pudo ver cómo la gente, seguramente enfermos a la vuelta de haber sanado en el Asclepion, iba hasta aquel lugar para dejar ofrendas al dios en alguna de las salas del sepulcro.
Todos los investigadores están de acuerdo en que en el interior de esta enigmática tumba pueden encontrarse algunas de las claves más buscadas de la civilización egipcia, en especial las que están de alguna manera relacionadas con la profesión principal que tuvo Imhotep en vida, la de constructor y arquitecto. Posiblemente, sobre su sarcófago se encuentre el extraño libro del que la tradición le hace poseedor y que le fue legado desde el cielo. Según la leyenda, gracias a este libro, Imhotep pudo acceder a todo su vasto saber en arquitectura, medicina, letras, matemáticas, etcétera.
Algo similar puede ocurrir con la tumba, para muchos todavía perdida, de otro hombre divinizado, Amenhotep hijo de Hapu, mano derecha del faraón Amenofis III (1400 a. C.) que también fue divinizado en época tardía, vinculándolo como una divinidad sanadora. A él se debe el diseño del magnífico templo de Luxor y en su honor se levantaron varias capillas en Tebas.
Tras las huellas de los reyes
Algo similar ha ocurrido en la necrópolis tebana, sobre la orilla oeste de Luxor. En este lugar, según el egiptólogo Kent Weeks «se encuentran cientos de tumbas, probablemente miles, de las dinastías XVIII y XIX, muchas de ellas solamente exploradas por los ladrones en la antigüedad».
En el conocido Valle de los Reyes, las continuas excavaciones a lo largo de este siglo han ido amontonando escombros en algunas partes del desfiladero, cubriendo tumbas que ya habían sido descubiertas hace más de 100 años y que hoy se han vuelto a perder. Esto ha ocurrido con las KV21, 27, 28, 31, 33, 41 y de la 48 a la 54 [hoy 1 de mayo de 2015 ya han sido reencontradas], sin contar con las de los reyes Amosis, Amenofis I, Tutmosis II o Ramsés VIII cuyas tumbas jamás han aparecido. En total, más de 15 sepulcros reales de uno de los períodos más importantes de la historia de Egipto, cuya valiosa información permanece todavía en letargo en un lugar desconocido.
Más desconcertante resulta para los egiptólogos el hallazgo de pruebas irrefutables sobre la existencia de tumbas de personajes importantes como es el caso de Isisnofret, primera esposa de Ramsés II (1275 a. C.) tras el fallecimiento de Nefertari y, sin lugar a dudas, una de las mujeres más influyentes de su reinado. En 1902 Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankhamón, halló una inscripción, posiblemente una especie de «copia pirata» de un mapa del valle, en la que se hacía alusión a la localización de algunas tumbas, tomando como referencias las distancias de unas tumbas a otras. Entre ellas estaba la de Isisnofret. Pero como ocurre en muchas ocasiones, el elevado presupuesto que se necesita para su localización entre cientos de toneladas de escombros, frena las intenciones de los egiptólogos. [Este mapa del tesoro es la base mi novela La tumba perdida].
Ciudades perdidas
No podemos acabar este pequeño viaje por los vacíos arqueológicos de Egipto sin hacer alusión a aquellas ciudades cuya importancia ha quedado atestiguada por los propios documentos. En el Egipto Medio, a casi 250 kilómetros al sur de El Cairo, la moderna ciudad de El-Ashmunein se levanta sobre las ruinas de la antiguamente famosa ciudad de Jemnu, llamada por los antiguos griegos, Hermópolis Magna, la ciudad del dios de la sabiduría y de las letras, Thot, el Hermes helenístico. En la Casa de la Vida del templo de este dios, los sacerdotes se especializaban en técnicas arquitectónicas. Qué duda cabe de que en un lugar como este podríamos encontrar respuestas al enigma de la construcción de las pirámides.
Según la tradición hermopolitana, sobre este enclave mágico surgió la colina primigenia de la cual nacieron los ocho dioses de esta ciudad. Era la llamada Isla de las Llamas, nombre primitivo de Hermópolis, lugar en el que apareció el sol por primera vez.
Uno de los asuntos más escabrosos que rodean a la historia de Hermópolis es la vida de uno de sus últimos sacerdotes, Petosiris. En las inscripciones legadas en su tumba, este sumo sacerdote de Thot mencionaba las restauraciones que debieron realizarse en el templo tras la llegada de los persas en el año 343 a. C. En la descripción de las tareas llevadas a cabo, Petosiris nos habla de un área muy concreta del templo de Thot, todavía no encontrada, que él llamaba “lugar de nacimiento de cada dios” y en la cual, durante la restauración, se descubrieron las reliquias del huevo primigenio del que había nacido el disco solar; sin lugar a dudas, un tesoro arqueológico por el que más de un excavador daría varios años de su vida.
Más irritante puede resultar el desconocer la ubicación de la antigua metrópolis que los egipcios llamaban Itjatway, una auténtica ciudad perdida de la civilización faraónica que con el paso del tiempo las arenas del desierto han hecho desaparecer. Mandada edificar por el faraón Amenemhat I en la dinastía XII (1990 a. C.), la ciudad perdida de Itjatway fue el centro administrativo más importante de su época, una nueva capital en sustitución de la mítica Menfis. Más sorprendente es saber que esta ciudad no se ha descubierto hasta la fecha, cuando conocemos que no debía de estar muy lejos de la necrópolis piramidal de El Lisht, cuya ubicación no permite ninguna duda.
Como vemos, es mucho lo que queda por hacer. No cabe duda de que la sorprendente apertura que está sufriendo la egiptología ortodoxa en los últimos meses va a ser de gran ayuda no solamente para buscar nuevas fuentes, sino para reinterpretar algunos de las bases de esta ciencia que con el paso de los años se han demostrado totalmente falsas.
© Nacho Ares 2015