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La princesa de Éboli

May 2015

Artículo publicado bajo el título “La princesa de Éboli. En el lado oscuro” en la revista Más Allá de la Ciencia

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Ana de Mendoza y de la Cerda (1540-1592), princesa de Éboli, ocupó los escalafones más altos de la corte de Felipe II para, poco después, convertirse en una mujer infamada y emparedada entra las cuatro paredes de su palacio ducal en Pastrana (Guadalajara). En algunos momentos de su vida la Princesa estuvo rodeada, bien por deseo propio o bien por los que la rodeaban, de personajes insólitos, santones y astrólogos. He aquí un pequeño perfil de doña Ana que nos acerca a descubrir algunos de los acontecimientos históricos más apasionantes de esta misteriosa tuerta del siglo XVI.
La princesa de Éboli fue una de las mujeres más influyentes del reinado de Felipe II pero a quien el destino tenía reservado un oscuro final. Casada con Ruy Gómez de Silva (1516-1573), secretario y amigo de la infancia del rey Felipe, su origen mendocino siendo además la única heredera de una de las ramas más importantes de la familia, la convertían en una de las mujeres más prometedoras de su época.
A este bagaje nobiliario hay que añadir la singular belleza de esta dama, algo que tienen a bien reconocer todos los cronistas de la época, aunque, como vemos en los retratos que de ella nos han llegado, lucía sobre el ojo derecho un misterioso parche que seguramente ya en la época dio cierto morbo, aún más, a esta inaccesible señora.

Creciendo entre astrólogos e iluminados

Nacida en la localidad alcarreña de Cifuentes en junio de 1540, hasta bien pasada la adolescencia, su vida estuvo rodeada de despropósitos, en muchos casos forzados por la mala relación habida entre sus padres, de quienes las crónicas de la época decían que no cejaban en “tratar de morderse y decirse lástimas”. De él, Diego Hurtado de Mendoza, duque de Francavilla, se comentaba que era un crápula y un interesado. De ella, Catalina de Silva, hija de los condes de Cifuentes, se afirmaba que se rodeaba de extrañas amistades.
Efectivamente, durante los primeros meses de separación de los padres, cuando la familia residía en el castillo de Simancas (Valladolid), acompañando a la corte de la regente Juana de Austria, se decía que Catalina se rodeaba de amistades poco recomendables. Al parecer, se trataba con extraños personajes de religiosidad exagerada, iluminados, adivinos, astrólogos y demás gentes de escasa condición. A punto de dar a luz la princesa de Éboli a su primer hijo, Catalina pretendía que el parto se viera rodeado de toda clase de embrujos beneficiosos. Como leemos en una carta de la época dirigida a Ruy Gómez, el esposo de doña Ana, cuando se encontraba en el extranjero “V.S. entre las cosas que ha de escribir a su casa, si a ella no viene, sea que en la crianza del hijo o hija que Dios os diere, tomen el parecer de mujeres cuerdas y que sepan cómo aquello se hace, y no de veinte desvariados con quien mi señora la duquesa (de Francavilla, doña Catalina) platica, porque sea cosa que su astrología le podía a V.S. costar cara; sacad a vuestra mujer de terribles compañías y poned a vuestro pollino a salvo, y todo lo demás a V.S. le dé poca pena”.
En un ambiente social y religioso en el que lo más normal era ser ambiguo, mostrando una religiosidad exacerbada y, al mismo tiempo, creer en santones y astrólogos, haciendo gala de una confusión que pocas veces se ha visto repetida en la historia de España, hay que pensar que el caso de Catalina de Silva debió de ser grave incluso para sus contemporáneos. La madre era además caprichosa en la entrega de donaciones a enfermos. Les quitaba a éstos los dineros y se los entregaba a un misterioso fraile de moral distraída “preso en Chancillería (de Valladolid) por puto”.
Entre estos problemas de su madre y los líos de faldas de su padre, lógico que la princesa de Éboli estuviera encantada de comenzar una nueva vida con su esposo cuando éste regreso de forma definitiva en 1559 de sus viajes por Europa acompañando a Felipe II.

Fundaciones y profecías

Asentados en la villa ducal de Pastrana (Guadalajara), los príncipes de Éboli desarrollaron una intensa labor de progreso en la zona. Siguiendo la moda de la época, en la que no había sitio que se preciara que no tuviera fundaciones religiosas, doña Ana insistió en que fuera la mismísima santa Teresa de Jesús quien fundara en el año 1569 dos monasterios en la villa.
El primer complejo sería el convento del Carmen, extramuros de Pastrana, hoy Hospedería Real de Pastrana y monasterio franciscano. La fundación se hizo en 1569 sobre una antigua ermita, la de San Pedro, y no tendría más trascendencia si no viniera a corroborar una antigua profecía. Un viejo pastranero, Juan Giménez, anunció años antes una extraña visión en la que el palomar de palomas bravas que había junto a la ermita se tornaría en lugar de palomas mansas y blancas, y que con su vuelo alcanzarían el cielo. Los vecinos decían que en algunos días del año, de una cueva junto a la ermita de San Pedro se veía “una procesión de religiosos vestidos de buriel áspero, capas blancas, pies descalzos y velas encendidas en las manos y que dando una vuelta por el cerro se recogían en dicho palomar.” No se tardó en identificar la visión de Juan Giménez con un el milagro que anunciaba la llegada de los carmelitas.
La segunda fundación de santa Teresa en Pastrana, en esta ocasión para mujeres, no está desprovista de leyendas similares. Poco después del convento del Carmen, en el mismo año de 1569, se levanta el monasterio de San José. En esta ocasión se hace en el corazón del pueblo y a pocos metros del palacio de los príncipes. En la actualidad lo habitan una comunidad de la orden de la Inmaculada Concepción y El Cenador de las Monjas, un restaurante. A este lugar quedaría vinculada una imagen, para muchos maravillosa, de cuyos milagros y prodigios todavía se conserva documentación.

La Virgen del Soterraño

Como todos los Mendoza, la princesa de Éboli sentía una especial devoción por la Virgen María. No en vano, en su escudo familiar podía leerse la leyenda “Ave Maria Gratia Plena” (“Ave María llena eres de Gracia”). La tradición cuenta que en una de las posesiones de los príncipes de Éboli, el cercano castillo de Zorita, a 10 kilómetros al sur de Pastrana, había una cueva en la que cierto día apareció de forma milagrosa una talla de la Virgen, llamada desde entonces Nuestra Señora del Soterraño (“del subterráneo”). En el castillo había una pequeña iglesia o capilla de la Orden de Calatrava bajo la cual se abría una antigua cripta en donde se adoraba a esta Virgen. Al parecer, allí se apareció esta imagen, escondida en una cripta excavada en la roca de la montaña a la que se llegaba a través de un misterioso pasadizo secreto abierto a modo de tumba. Fue descubierta siglos antes y siempre estaba acompañada por una lámpara que nunca se apagaba.
La Virgen del Soterraño era la meta de peregrinaciones de los vecinos que, conocedores de los milagros que se le atribuían, iban hasta el castillo para pedirle la solución de sus males.Cuando la princesa de Éboli construyó la iglesia del monasterio de San José, un año después de su fundación, en 1570, quiso hacer en el altar mayor un hueco para venerar la imagen de esta Virgen. Ello implicaba retirarla de su ubicación original en la que había permanecido durante siglos. El alcalde del castillo, don Mateo López Cerezo, intentó disuadir a la Princesa argumentando que cuando en situaciones previas se había intentado llevar a cabo algún traslado, de forma sobrenatural la imagen de la Virgen había vuelto a la cueva. Como las gentes de Pastrana temían las represalias de la Virgen, nadie se prestó a realizar el traslado. Ni corta ni perezosa, la Princesa la tomó en sus brazos y la subió al coche y emprendió el camino hacia el monasterio de San José.
La documentación conservada hoy en San José dice que tras varios intentos infructuosos en donde la princesa se veía burlada por el deseo de la Virgen de no abandonar Zorita, la imagen finalmente acabó en el altar mayor del monasterio carmelita.
La fama de milagrera de la Virgen del Soterraño empujó a las religiosas del monasterio a que en 1605 reclamaran al cardenal Sandoval y Rojas para que constituyese una comisión de investigación. Se entrevistó a más de 30 personas, incluida doña Ana de Silva y Mendoza, la hija pequeña de la princesa de Éboli, por entonces monja concepcionista en San José. Fray Pedro González de Mendoza, hijo de la Princesa y obispo de Sigüenza, contaba que la Virgen había hecho “grandes milagros particularmente con enfermos del mal de peste”. De todo ello se concluyó la capacidad milagrosa de la imagen, aumentando, aún más, la veneración por parte de los vecinos.
La Virgen del Soterraño hoy se puede ver en el museo de la antigua colegiata. Es una talla románica tardía de los siglos XII o XIII, en posición sedente y, al igual que entonces, sigue siendo una de las devociones más queridas por los pastraneros.
Después de las fundaciones de santa Teresa, mujer con la que la Princesa acabó reñida por las burlas que doña Ana hizo de los éxtasis místicos de la monja abulense, la villa de Pastrana siguió teniendo cierto halo de espiritualidad gracias a la presencia de personajes insólitos. Es el caso de la ermitaña Catalina de Cardona, una misteriosa mujer que fue acogida por la Princesa en su palacio y que se pasaba el día caminando por las calles de la villa vestida con hábito de monje y dándose latigazos para expiar sus pecados.

El final de la Princesa

Tras la muerte de Ruy Gómez de Silva en 1573 la vida de doña Ana de Mendoza se convirtió en un verdadero caos. Su cercanía a Antonio Pérez, secretario de Felipe II, y amigo de la familia desde hacía años, la involucró en la muerte en 1578 de Juan de Escobedo, secretario de Juan de Austria, hermanastro de Felipe II. Nadie sabe la razón, pero el monarca mandó encarcelar a Antonio Pérez y a doña Ana en 1579. Se dice que Pérez malmetió al rey contra Escobedo, instigada por la princesa de Éboli. No es seguro, pero de lo que sí estamos seguros es de que desde ese momento la Princesa no volvió a conocer la libertad.
Primero estuvo en la torre de Pinto y en la fortaleza de Santorcaz (Madrid). De ahí pasaría a su palacio ducal de Pastrana en 1581. Salvo alguna salida esporádica al monasterio de San José, la princesa no saldría de sus dependencias hasta que falleciera el 2 de febrero de 1592.
La leyenda dice que desde la ventana de la torre oriental del palacio doña Ana se asomaba una vez al día durante una hora para ver la luz del sol. El resto del tiempo lo pasaba sumida en la oscuridad de su encierro. En realidad no es más que una leyenda que ha dado nombre a la antigua plaza del mercado, hoy plaza de la Hora. Esta tradición lo único que nos tiene que hacer ver es la impronta que marcó entre los pastraneros esta extraña mujer que lo llegó a tener todo en vida y que todavía hoy, más de cuatro siglos después de su muerte, continúa haciendo las delicias de los “ebolimaníacos” que la seguimos.

Antonio Pérez, el “alquimista” del rey

El secretario Antonio Pérez nació, según se cree, en Madrid en el año 1540 y falleció exiliado en París en 1611. Fue la mano derecha de Felipe II en su política exterior. Hombre de origen oscuro, estuvo rodeado durante toda su vida por el lujo, las extravagancias y un gusto casi afeminado. Su carrera dio un vuelco en 1578 cuando se vio relacionado con la muerte de Juan de Escobedo.
La princesa de Éboli, con quien mantenía una cercana amistad que algunos han interpretado sin prueba alguna como amorío, le regaló el sello con el que lacraba sus cartas: un laberinto con un centauro en el centro. El animal llevaba un dedo ante los labios con la divisa In Spe, “en espera”. Cuando cayó en desgracia, Pérez cambió el texto por un Usque ad huc, es decir, “hasta aquí”, con el mismo centauro en esta ocasión dentro de un laberinto con todos los caminos abiertos. Con ello el secretario amenazaba con no seguir guardando los secretos del monarca que hasta ese momento había respetado con celo.
El secretario también era un verdadero maestro en la confección de venenos y pociones, como sus famosos enjuagues, para salvaguardar la dentadura. Se dice que él fue quien introdujo el mondadientes en España. Además, Pérez confeccionaba pócimas con la piedra bezoar de los alquimistas, una composición de restos de alimentos, pelo y otros añadidos que se aglutinan en el estómago de un animal y al que se le suponían capacidades prodigiosas.
De igual forma, el secretario siempre se vio atraído por los horóscopos. Desde Francia mantenía correspondencia con su familia enviando tablas con las horas de insomnio, los sentidos del alma, los planetas y estrellas y los elementos. Durante su época de trabajo con Felipe II, Antonio Pérez hacía uso de astrólogos como Pedro de la Hera, un clérigo, o Rodrigo Morgado “hombre sabio de hierbas y astrología”. Decían que podían leer el porvenir en las estrellas, algo a lo que en más de una ocasión se aferró el secretario para decidir el desenlace de los complicados vericuetos políticos.

El ojo de la princesa

Cuesta creer que una mujer de la que en su época decían “joya engastada en tantos y tales esmaltes de la naturaleza y de la fortuna” o que “Si la mayor honra, gala y hermosura de las damas y princesas antiguas estaba repartida entre Helena y Penélope, ahora, en nuestra era, todo junto se remata en la eximia princesa de Éboli”, fuera tuerta.
La leyenda cuenta que Ana de Mendoza perdió su ojo derecho en un combate con un paje cuando apenas tenía quince años. No hay ninguna prueba que así lo demuestre por lo que tanto esta versión como las otras, a cada cual más absurda, seguramente sean producto de la invención y de la fábula.
Llama la atención que durante la caída en desgracia de doña Ana después de la muerte de Escobedo, nadie haga mención a tan llamativo defecto. En la documentación se habla de ella como “Jezabel” o “la mujer que es la levadura de todo”, pero nadie alude a su posible defecto..
Entonces, ¿era realmente tuerta la princesa de Éboli? La única prueba, además de los retratos atribuidos, es una carta de 1573 en la que el prior don Hernando de Toledo, hijo del duque de Alba, cuenta que “Anoche, a la una, estaban unas damas en una ventana tratando de qué traería (el parche en) el ojo la princesa de Éboli: la una decía que de bayeta; otra que, de verano, lo traería de anascote que era más fresco”..
Como señala el médico e historiador Gregorio Marañón, muy posiblemente la princesa sufriera algún tipo de enfermedad degenerativa en el ojo que se lo afeara por lo que fuera necesario cubrírselo. En esta línea está la interesante interpretación de la doctora María Kusche, especialista en el retrato de corte de Felipe II, que atribuye a la princesa de Éboli dos retratos en los que supuestamente se podría ver a doña Ana de Mendoza de joven y sin el parche. Uno es una miniatura conservada en la casa del Infantado y el otro (en la fotografía) una pintura sobre tabla conservada en el Museo del Prado de Madrid en la que con poco más de 25 años aparecería la princesa con los dos ojos sanos.

© Nacho Ares 2015

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