Publicado en la revista Más Allá nº 95 enero de 1997.
Puedes completar este texto con el artículo sobre las Máximas de Ptahhotep.
Aunque el egipcio de la antigüedad tuviera una vida corriente y moliente, como pueda ser la de cualquier persona de hoy, con su marcha al trabajo todos los días, la comida en casa o en el propio lugar de trabajo, la vida con la familia, etc., a nuestros ojos, el Egipto faraónico se aparece rodeado de un halo de espiritualidad y misterio del que no podemos deshacernos. La magnificencia de sus templos y construcciones, un conocimiento reservado para iniciados, lo atractivo de su religión zoomorfa, etc. otorgan a esta vieja civilización, auténtica cuna de la humanidad y de la civilización moderna, una personalidad única.
Esta barrera que hace distantes dos mundos en dos momentos históricos diferentes, no resultaría insalvable si tuviéramos conciencia de todas las similitudes que nos unen.
Egipto: cuna de la civilización
Desde nuestro punto de vista, el atractivo que podemos tener hoy en día por el antiguo Egipto va más allá de lo que se podría entender como una moda pasajera que ha dado lugar en Francia, por ejemplo, al fenómeno social denominado Egiptomanía. La floreciente aparición en nuestras librerías de novedades bibliográficas que hacen referencia a esta vieja cultura, no hace más que confirmar nuestra propuesta.
Muchos años antes de que Alejandro Magno conquistara Egipto para Grecia en el 332 a. C., el país del Nilo había sido foco receptor y emisor de sabios y artistas. Por aquellos años, las ciudades de Heliópolis, Menfis y posteriormente Alejandría, poseían el atractivo cultural que los intelectuales de la época anhelaban, siendo el centro de atención de hombres como Tales de Mileto, Pitágoras, Platón, Aristóteles, etc.
El milenario Egipto abría su pozo de sabiduría a los extranjeros, para que éstos difundieran su saber por todo el Mediterráneo. En este sentido, la biblioteca de Alejandría jugó un papel excepcional como punto de encuentro de filósofos y estudiosos. Su destrucción en el año 40 a. C. por Julio César, en un inexplicable incendio, acabó con un floreciente movimiento intelectual, hundiendo a Egipto en el pozo del obscurantismo romano. No obstante, los cinco siglos anteriores fueron tiempo suficiente para encender la mecha.
El boom que ha sufrido en los noventa la Egiptología -viajes, tiendas de recuerdos, cursos, exposiciones, libros, etc.- se debe, desde nuestro punto de vista, a algo más que a una ambiciosa táctica de marketing. La razón resulta simple: Egipto ha estado dentro de nosotros desde el comienzo de la civilización Occidental; no tiene más que haber un simple detonante para activar nuestra admiración por nuestros antepasados.
La difusión de la cultura egipcia
De todos es conocido que el cristianismo es un gigantesco elenco de tradiciones de origen oriental. La propia ética que transmite la Biblia puede ser encontrada fácilmente buceando en cualquier manuscrito egipcio o babilonio. Ejemplos claros los tenemos en algunos salmos que han sido «inspirados» en textos egipcios mucho más antiguos -especialmente se relacionan el Gran Himno a Atón con el Salmo 104 de la Biblia-, o las famosas bienaventuranzas, enseñanzas que ya pregonaba el sabio Ptahotep dos mil años antes de que Jesucristo las predicara sobre la montaña (Mt. 5, 1-11).
De igual manera, la llamada confesión negativa que el egipcio debía enumerar en el tribunal de Osiris ante los 42 jueces, navega, fielmente adaptada, por los capítulos de nuestra Biblia. En ella juraba no haber hecho nada éticamente incorrecto -robar, matar, violar, quebrantar la ley, etc.- añadiendo a renglón seguido todas sus virtudes -alimentó al hambriento, vistió al desnudo, ayudó al desvalido, dio refugio al que no tenía techo, etc.-, en un arranque de fervor ético.
La importancia de la religión cristiana en nuestra cultura es innegable. Uno, por mucho que pretenda ser agnóstico o ateo, no puede desprenderse de la religiosidad que empapa nuestra vida cotidiana. Algunos nombres de nuestras calles son de santos o Vírgenes, y las fiestas son en honor de nuestros santos patrones. Cientos de expresiones cotidianas tienen un origen religioso, como el simple «adiós». Otras, no son más que eufemismos, como «me cachis en diez», pensados para no caer en desgracia si se exclama otra expresión mucho más fuerte.
Los egipcios eran exactamente iguales a nosotros en este sentido. Evitaban decir algunos nombres que pudieran traer desgracias, las fiestas eran dedicadas a sus dioses, también tenían sus «martes y 13», los niños hacían pintadas cuando se aburrían en clase, y la vida agrícola, en general, no distaba mucho de lo que pueda ser hoy día en un pueblo corriente.
Retazos de nuestro pasado
Sin embargo, en nuestro quehacer diario conservamos numerosos «posos» egipcios que pasan desapercibidos para el ojo desentrenado.
La cerveza que corre a raudales por las barras de nuestros bares es de origen egipcio. La de ellos, no obstante, era más espesa y se tomaba a temperatura ambiente, y era junto con el pan, la comida nacional en época faraónica.
De su escritura conservamos varios caracteres. Nuestro alfabeto proviene del griego. Éste, a su vez, fue tomado del fenicio quienes años atrás adaptaron varios jeroglíficos egipcios de la escritura hierática a su grafía, más reducida y práctica. Uno de los elementos más curiosos adoptados de la escritura hierática y que todavía conservamos, es el signo de exclamación (!). Sobre el primer papel que ellos inventaron, el papiro, dibujaron viñetas de cómics y tiras de chistes como las de nuestros periódicos. Es célebre la parodia del león jugando con un gamo ante una mesa de juegos, y la procesión de animales músicos, imágenes que despiertan la sonrisa en el espectador más formal.
Los que frecuentan las iglesias no habrán caído en la cuenta de que parte de la iconografía cristiana está basada en tipos egipcios. La Virgen con el Niño Jesús en brazos, no es más que una copia de las representaciones de Isis con Horus Niño en el regazo. Este modelo fue obtenido por los primeros cristianos de las imágenes de Isis en los templos de esta diosa en la ciudad de Roma.
El gesto de súplica con las manos extendidas, con las palmas mirando al cielo, es egipcio. La imagen de San Jorge y el Dragón es un claro reflejo de las escenas de combate entre Horus con lanza y Set, este último, en ocasiones, en forma de cocodrilo o hipopótamo. También, el nombre de Jorge podría venir del egipcio Hr, «Jor» nombre original del dios Horus, según apuntan algunos egiptólogos.
El obsequiar con huevos de Pascua en ciertas fechas del año, que tanto se lleva en Europa hoy día, era una costumbre que tenían los egipcios al llegar los equinoccios en Marzo y Septiembre. Por otro lado, nuestros Reyes Magos, tan latinos ellos, son vistos por algunos egiptólogos en los relieves del Mamisi del templo de Horus en la ciudad de Edfu. Aquí son cuatro en vez de tres, cada uno de ellos proveniente de cada una de las cuatro columnas que sujetaban el cielo en la mitología egipcia. Al fin y al cabo, delegados procedentes de los dominios más lejanos de la tierra, una idea idéntica a la que se quiere expresar con los Reyes Magos cristianos.
Algunos juegos que nosotros utilizamos en nuestra vida cotidiana para matar el tiempo libre, tienen un origen muy claro en sus homónimos egipcios. Es el caso de nuestro popular juego de la oca, descendiente de uno muy similar en donde el tablero tenía forma de serpiente. En esta versión más antigua, el animal va enroscando su cuerpo sobre sí mismo, de igual manera que hace el recorrido de la ficha sobre nuestro juego de la oca. Otro ejemplo también llamativo, es el juego egipcio del Senet, para algunos investigadores, antecesor de nuestro juego de damas. Es muy conocida la imagen de la reina Nefertari, esposa principal de Ramsés II, jugando a este juego, sobre una de las paredes de su tumba en el Valle de las Reinas de Tebas.
El papiro erótico de Turín, que pertenece al reinado de Ramsés II, contiene unas ilustraciones dignas de ser censuradas y llevar el calificativo de «revista para adultos». Si, además, leemos el texto, nos llevaríamos las manos a la cabeza, al entender que las vejaciones sexuales que se practican hoy día no son más que burdas imitaciones del turbio pasado del Hombre. La caza de carros llenos de jovencitas desnudas corriendo por las salas del palacio real, tarea encabezada por el propio Ramsés de una manera que nos negamos a relatar en estas páginas, era uno de los deportes más estimulantes del faraón, practicado, incluso, bien entrado en años.
Sería interminable realizar una lista completa con todas las afinidades de nuestra cultura con la egipcia. Resulta mucho más sencillo, salir a la calle, observar con detalle, hablar con la gente, y nos daremos cuenta de que, aun habiendo pasado cientos de años, Egipto sigue vivo dentro de nuestra civilización.
© Nacho Ares 1997