Publicado en la revista Más Allá en el verano de 2000.
La imagen mediadora de María como la mujer que tiene un contacto divino con el Espíritu Santo para servir de puente y traer a este mundo la encarnación del dios, es una idea muy antigua que ya a aparecía en las reinas madres de Egipto. Con esta figura, María perpetua en el tiempo una tradición casi universal de la que conservamos buenos ejemplos en la religión de los antiguos faraones.
Los reyes en el antiguo Egipto eran considerados la encarnación del dios sobre la tierra. Para justificar su origen divino los sacerdotes especularon con el hecho de que el propio dios descendiera hasta la alcoba de palacio para tener un encuentro místico con la madre del rey gracias al cual ésta quedara embarazada de lo que iba a ser el nuevo faraón de Egipto. Es aquí cuando las madres de los reyes pasan a desempeñar un papel primordial desde el punto de vista teológico como una suerte de seres divinos que han tenido contacto directo con la divinidad. A nadie se le escapará que esta circunstancia recuerda sobremanera el célebre pasaje del Nuevo Testamento en el que un ángel del Señor anuncia a María el próximo nacimiento de Jesús: “30 El ángel le dijo: no temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; 31 vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. 32 El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; 33 reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin” (Lucas 1, 30-33).
El desarrollo matrilineal de las descendencias de los reyes egipcios solamente se ha constatado hasta la actualidad por medio de algunas referencias legadas por los antiguos egipcios. No existe un sólo texto que aluda directamente a esta tradición matrilineal; para explicar esta hipótesis los egiptólogos se basan en la simple deducción de algunos de los casos que vamos a ver en este texto. Aún así los investigadores no las tienen todas consigo. Es posible que en más de una ocasión las circunstancias – por ejemplo, que la esposa principal no tuviera descendencia masculina – obligaran a la adopción secreta de algún retoño nacido de una esposa real secundaria y que por tradición religiosa fuera considerado como hijo propio. Un análisis exhaustivo del ADN de las momias reales encontradas hasta la fecha, podría dar la última respuesta a este fascinante enigma histórico.
Una mujer faraón
El acantilado del “convento del norte”, traducción literal de la expresión árabe Deir el Bahari, recibe este nombre por la reutilización de sus construcciones por los cristianos coptos quienes hicieron de ellas un convento. Como si estuviera incrustado en la roca, los templos en terrazas de este acantilado son uno de los lugares más bellos de Egipto. Quince años tuvieron que pasar para que la reina Hatshepsut (1503-1482 a. C.) se hiciera construir este magnífico templo en terrazas; una polémica princesa que contra viento y marea supo abrirse camino en una corte totalmente desfavorable a la presencia de una mujer sobre el trono.
El templo en terrazas de Hatshepsut, que se construyó como templo funerario de esta reina, posee tres plantas a las que se accede por medio de dos espectaculares rampas. Si ascendemos por la primera rampa vamos a dar al segundo nivel, sin lugar a dudas el más importante de los tres. Dejando de lado los magníficos relieves de la expedición a la misteriosa tierra del Punt, en los soportales del lado norte de esta terraza se conserva una magnífica representación del nacimiento divino de la reina Hatshepsut.
Aunque el paso del tiempo ha dañado de forma irremediable los relieves de esta pared aún se puede percibir en ellos las diferentes etapas que suponían el encuentro con la divinidad. En esta caso la protagonista es la madre de Hatshepsut, la reina Ahmes Ta Sherit, esposa principal de Tutmosis I (1525-1512 a. C.). La reina madre es presentada ante Amón por el dios Thot, que con cabeza de pájaro ibis era el encargado de tomar buena nota de todo lo que ocurriera en este encuentro divino. Según los propios relieves, y al igual que sucedió con la Virgen María, dicho contacto no suponía una relación sexual sino un simple gesto de tipo mágico. En el caso de Deir el Bahari, este gesto se representaba como un encuentro bis a bis entre Ahmes Ta Sherit y Amón en el que los dos aparecen sentados y cogidos de la mano. La siguiente escena es una de las más curiosas de toda la iconografía egipcia. En el relieve aparecen el dios alfarero Khnum (con cabeza de morueco) y la diosa de los partos Heket (con cabeza de rana), acompañando a la esposa del rey, cuya perfil muestra un prominente estado de embarazo.
Poco después el proceso se completa con una imagen del dios Khnum fabricando en su torno de alfarero la figura de la nueva reina y de su Ka – una suerte de esencia espiritual y vital – para acabar la serie de relieves con la presentación dela propia Hatshepsut ante el dios Amón quien da su aprobación para que el nuevo faraón, en este caso una mujer, gobierne el Valle del Nilo.
La esposa del dios, Mutemuia
Una representación similar se encuentra en el gran templo de Luxor. Este edificio esta ligado a los ritos de Año Nuevo que se celebraban en el cercano templo de Karnak. El día de esta fiesta, el primero de la estación de la inundación del Nilo – nuestro 16 de junio -, la estatua de Amón abandonaba por unos días el grandioso recinto de Karnak para visitar el templo de Luxor, tras cruzar una avenida de esfinges de casi 1 kilómetro. La mayor parte, salvo la reutilización de un santuario de la dinastía XII, fue construido sobre terreno virgen por el faraón Amenofis III (1417-1379 a. C.) y acabado por Ramsés II el Grande (1298-1232 a. C.). Precisamente, en una de las estancias cercanas al Sancta Sanctorum, llamada “sala del nacimiento”, Amenofis III justificaba su origen divino con una representación idéntica a la de Hatshepsut en Deir el Bahari. En este caso la protagonista del encuentro con el dios es la reina Mutemuia, curiosamente una de las esposas secundarias de Tutmosis IV que, por razones desconocidas, alcanzó grandes puestos en la corte de su esposo. Después de tener un encuentro fugaz con el dios de Tebas, en el que volvemos a encontrarnos más un gesto mágico que una relación de tipo sexual, Mutemuia daba a luz al sucesor en el trono de Egipto. Perfectamente preparado por la magia de Khnum y Heket, Amenofis III es presentado en el último registro del relieve ante el dios Amón como un sólido sucesor al rey Tutmosis IV.
El último baluarte divino
En la agónica desaparición de esta civilización aún hubo algunos intentos de rescatar las antiguas costumbres religiosas egipcias que justificaran en época grecorromana, sin lograrlo, la continuidad de una milenaria tradición. Los últimos coletazos de la dinastía de los ptolomeos estuvieron personificados en la figura de la sin par Cleopatra VII Filópator (51-30 a. C.), una mujer que a los 18 años ya era reina de uno de los países más ricos de la Antigüedad. Su innegable capacidad para la política – dominaba siete idiomas – y sus conocidos dotes de persuasión la han hecho protagonizar algunos de los romances más sonados de la Historia. Antes de acabar sus días junto a Marco Antonio, Cleopatra mantuvo una relación sentimental con Julio César, fruto de la cual nació Ptolomeo Cesarión.
Desde antiguo, dentro de la órbita política de Roma se pensaba que algunos de sus emperadores como Escipión el Africano, Sila, Pompeyo o el propio César, habían venido a la tierra con el fin de desarrollar una función más divina que militar. Incluso el escritor Cicerón reconocía que debido a las cualidades especiales que demostraban estos hombres merecían un trato y reconocimiento especial por parte del pueblo, algo que les acercaba más a los dioses y los separaba notablemente de los simples mortales. Julio César presumía descender de Venus y como tal fue deificado en el año 45 a. C.
Así las cosas, no es de extrañar que Cesarión fuera reconocido como hijo de un dios en un sentido mucho más estricto y directo a como la tradición egipcia había entendido este proceso hasta ese momento. En cualquier caso, la trascendencia de la figura de Cesarión apenas pasó como un hecho totalmente fugaz en la historia de la época. Egipto no tardaría en convertirse en una provincia más del Imperio y diluirse en los acontecimientos de la historia como una nación simple y humilde.
© Nacho Ares 2000