Publicado en la revista Enigmas en 2000
Aunque desde nuestra óptica moderna parezca contradictorio, una de las formas que existía en la Antigüedad para proteger la vida era, curiosamente, morir por ella. No se trata de sacrificios sangrientos, ni de morbosos rituales dedicados en honor de dioses crueles como sucedió en la América precolombina o en algunos momentos de la cercana historia de Roma, sino que fueron ceremonias gracias a las cuales el individuo entraba en contacto con dios y de una forma voluntaria decidía cumplir con su deber, incluso después de la muerte: trabajar para su señor en el Más Allá.
En definitiva no dejaba de ser un beneficio para toda la comunidad. Pero lo llamativo, empleando la perspectiva actual, es la gran cantidad de personas que de motu propio, se autosacrificaron en beneficio de su rey. Prueba de ello es lo que hemos encontrado en los macabros descubrimientos realizados en varios lugares del Oriente Próximo.
La Fosa de la muerte de Ur
El arqueólogo inglés Charles Leonard Woolley (1880-1960) ha pasado a la historia de la arqueología como uno de los investigadores más importantes gracias al descubrimiento y excavación de la tumbas reales de Ur -hoy Tell Muqqayar-. Como dijo C. W. Ceram, se trataba del descubrimiento más interesante y, al mismo tiempo, del más espeluznante.
En otoño de 1922 descubrió el cementerio real aunque la excavación propiamente dicha no llegó hasta el año 1926. Sin embargo, el hallazgo más aterrador se logró en la temporada 1928-1929 cuando, teniendo solamente a su esposa como colaboradora científica y 140 trabajadores, Woolley descubrió 450 tumbas, entre ellas las de los reyes de Ur y la fosa PG 1237, que por su contenido no dudaron en bautizar “de la muerte”. Todos los sepulcros pertenecían a la época clásica de la civilización sumeria, hacia el 2500 a. de C.
Allí descubrió los restos de 74 esqueletos femeninos, al parecer damas de la corte que se habían enterrado frente a la tumba del rey. Entre el impresionante ajuar se hallaron numerosos instrumentos musicales de oro y plata y, junto a la esquina suroeste el famosísimo carnero rampante de oro, irónicamente apoyado sobre el árbol de la vida y que se conserva en el Museo Británico de Londres. Los cadáveres aparecieron con los brazos doblados, llevándose las manos a la boca. Y además, junto a cada uno de los cuerpos, ricamente engalanados, se descubrió una copa.
El propio Woolley pudo reconstruir la macabra ceremonia siguiendo los restos allí descubiertos. “He aquí que se percibe el rumor de un procesión que se acerca por el pasillo -comenta el arqueólogo. (…) Luego vienen los carros con los animales de tiro, bueyes o asnos, aurigas, que los hacen bajar o los empujan hacia abajo. Cada hombre y cada mujer lleva una pequeña copa; lo único que necesitaban para la horrible ceremonia. Los músicos tocaban. Luego cada cual apuró su copa -en medio de la fosa de la muerte se hallaba un gran recipiente del que todos podían tomar bebida (opio o quizás hachís)-, y después se acostaron en espera de la muerte”.
Para sorpresa del arqueólogo británico, la Fosa de la muerte no era el único ejemplo de sacrificios humanos en las tumbas reales de Ur. En muchas otras los suelos estaban repletos de cadáveres de hombres y mujeres que habían sido inmolados allí mismo, aparentemente, de forma violenta. Woolley También relata el caso de un auriga que fue asesinado sobre su carro y junto a los bueyes del mismo. En otro ejemplo, en la tumba de la reina Shub-ad, se encontraron las damas de honor en dos filas y al final el cadáver del desdichado arpista tañendo las últimas notas de su macabra tonada.
Los seguidores de Osiris
No muy lejos de allí pero un milenio antes, los antiguos egipcios desarrollaron prácticas similares en los albores de su época histórica. Precisamente ningún egiptólogo ha podido encontrar una razón lógica a tan espeluznante costumbre. Nadie puede explicarse cómo la naciente civilización del Valle del Nilo, después de haber superado una serie de pruebas evolutivas y con un Estado sólido, asentado sobre una base política fuerte, desarrolle una práctica cultural que todos podrían calificar como algo primitivo dentro el turbio pasado del origen del Hombre. Sin embargo, las pruebas descubiertas por el arqueólogo francés E. Amileneau entre 1896 y 1902, no dejaban ninguna clase de duda.
A unos 120 kilómetros al norte de Luxor se encuentra la región de Abydos. Este árido lugar, en donde la tradición egipcia ubica la tumba del dios Osiris, se encuentra a 1.500 metros de la zona fértil del Nilo. Durante la I dinastía de la historia de Egipto (3100 a. C.), Abydos albergó las tumbas reales de los primeros faraones. Especial interés para el asunto que nos atañe tiene la tumba del faraón Horus Aha, al noroeste del grupo de Abydos, y más en concreto las 36 tumbas anexas en donde reposaban los restos de todos sus sirvientes. Los estudios realizados por Amileneau no dejaron dudas acerca de aquel macabro descubrimiento. Habían sido sacrificados para acompañar a su señor en el Más Allá.
Las estelas que acompañaban a las tumbas ofrecieron información sobre los desdichados sirvientes que allí reposaban. Había muchos enanos -de especial consideración por los antiguos egipcios para el servicio doméstico-, mujeres, e incluso algunos perros.
El sucesor de Horus Aha, el faraón Djer (3050 a. C.) continuó con la misma tradición. Alrededor de su tumba de Abydos había 338 enterramientos subsidiarios con los cuerpos de otros tantos servidores sacrificados. La mayoría de ellos eran mujeres y junto a sus cuerpos se descubrieron estelas con los nombres grabados.
La información que podemos extraer de estas primeras excavaciones en Abydos es escasa ya que Amileneau se limitó a vaciar las tumbas sin ningún rigor científico. En la actualidad, la zona está siendo estudiada de nuevo por el Instituto Arqueológico Alemán de El Cairo. Y es que, algunos de los huesos “sin importancia” que descartó Amileneau para las investigaciones, resultaron pertenecer a leones jóvenes, también sacrificados en el extraño ritual.
Canibalismo y resistencia
Esta práctica, que seguirá dando coletazos hasta finales de la I dinastía (2900 a. C.), podría encauzar con otra tradición mucho más antigua descubierta por Flinders Petrie en la región de Hieracómpolis, a 65 kilómetros al sur de Luxor. Allí, el arqueólogo británico, sobre el nivel que se correspondía con el 3500 a. C (Naqada II), descubrió varias necrópolis de notables. En una de ellas, el llamado “cementerio T”, Petrie halló pruebas de que en esos sepulcros se habían dado ritos de canibalismo y desmembración de cuerpos.
Si descendemos más al sur y nos introducimos ya en terreno nubio, el actual Sudán, también podemos encontrar prácticas similares y mucho más cercanas en el tiempo. En la ciudad de Kerma, en la Baja Nubia y al sur de la tercera catarata del Nilo, un grupo de arqueólogos americanos de la universidad de Boston, viene estudiando varias tumbas autóctonas datadas hacia el año 2000 a. de C., poco antes de la invasión egipcia de las dinastías del Imperio Medio con los Amenemhat y los Sesostris.
En este lugar se desarrolló una cultura autóctona que durante muchos siglos dependió claramente del poder egipcio del norte. Junto a una de las tumbas más importantes de todas se descubrió un enterramiento multitudinario -casi 400 personas-, de hombres y mujeres que por sus posturas, parecían haber sido sacrificados. Según el estudio preliminar que se hizo de los cadáveres, muchos de ellos aceptaron sin demora la muerte para acompañar a su Señor, hecho que se desprende de la falta de violencia en el cadáver. Pero son más espectaculares los restos de otros cadáveres de los que la simple evidencia manifestó que ofrecieron todo tipo de resistencia a la muerte. Con los brazos cubriéndose la cabeza, debieron de negarse inútilmente a los fuertes golpes que les produjeron la muerte.
La vida en diferente balanza
Desde el punto de vista antropológico, la versión más aceptada para explicar este tipo de muertes por autosacrificio es la de consumar el deseo de la persona por seguir sirviendo a su rey en el Más Allá. Este extraño sentimiento que manifestaron muchos pueblos de la Antigüedad no tiene ninguna relación con el mayor o menor grado evolutivo. Se nos pondrían los pelos de punta con sólo mencionar algunas de las prácticas religiosas con humanos que poseían culturas tan civilizadas como la griega y la romana.
Simplemente, hemos de pensar que nos encontramos en otra escala de valores, en donde la vida era considerada un simple dominio divino. El rey, como representante de la divinidad, era el responsable de las vidas de todos sus súbditos. Por ello, quizás para demostrar su extraordinario poder, en ocasiones hacía gestos de transgresión de las reglas humanas para indicar, precisamente, que su divina figura se encontraba por encima de ellas.
Indicios de un pasado macabro
No son pocas las tradiciones que perduraron a lo largo de la historia faraónica, las que recuerdan de alguna manera las antiguas usanzas de los sacrificios humanos. La propia fiesta del Heb Sed es una de ellas. Por medio de esta celebración el faraón revitalizaba sus cualidades físicas y mágicas para poder seguir gobernando el país. La fiesta del Heb Sed se debía de realizar cada 30 años, en teoría, aunque se conoce que todos los faraones lo hicieron en un plazo menor de tiempo, en primer lugar porque muy pocos superaron esa cantidad de años en su reinado.
Dentro del complejo funerario de Zoser en Sakkara se conserva el llamado patio del Heb Sed en donde se celebraba este ritual. La prueba consistía en superar una serie de pruebas físicas como una carera o el tiro con arco y la identificación del rey con Osiris.
Todo parece indicar que el origen de esta curiosa tradición está relacionada con la expiación que debía sufrir el rey en época primitiva, gracias a la cual daba paso a su sucesor por medio del autosacrificio.
Algo muy parecido debió de suceder con los famosos ushebtis, unas figurillas de cerámica, piedra o madera que aparecieron a cientos en el interior de las tumbas. Su función era la de servir de sirviente en el Más Allá a su señor en cualquier tipo de tareas que requisiera un esfuerzo físico. Estos ushebtis sustituían a los sacrificios humanos estudiados en las tumbas de Abydos.
© Nacho Ares 2000