Publicado en Más Allá en el año 2000.
Coincidiendo con el lanzamiento mundial de la película La Momia en 1999, las autoridades egipcias anunciaron el descubrimiento en el oasis de Bahariya de lo que denominaban el Valle de las Momias de Oro; una enorme necrópolis de 6 kilómetros cuadrados en cuyas galerías se calcula que pueden descansar más de 10.000 momias de época grecorromana.
El Valle de las Momias de Oro se encuentra en el corazón del oasis de Bahariya, en el desierto líbico de Egipto, a unos 500 kilómetros al oeste de la capital. Este fantástico perdido lugar del desierto egipcio se hizo muy conocido en el año 1999 por el hallazgo de una enorme necrópolis de momias de época grecorromana, muchas de ellas recubiertas con cartonajes dorados, detalle que acabó dando nombre al cementerio. Todos los medios de comunicación no tardaron en hacerse eco de las expectativas de los arqueólogos que calculaban cientos de galerías subterráneas en una zona de unos 6 kilómetros cuadrados (el llamado Kilo Six) en donde podría haber unas 10.000 momias, es decir, el mayor cementerio del mundo antiguo no solamente de Egipto sino de cualquier otro lugar del planeta. La posibilidad no es nada peregrina si pensamos que este oasis en la Antigüedad llegó a albergar más de 30.000 almas. Todo ello significa desde el punto de vista arqueológico un trabajo que llevará varias generaciones.
A lomos de un burro
Para conocer el principio más o menos oficial del descubrimiento de la necrópolis de este valle —luego veremos que la realidad fue totalmente diferente— tenemos que remontarnos, según algunos investigadores, a la primavera de 1996. Hay dos versiones que describen el hallazgo. La primera de ellas, más romántica que la segunda, relataba el paseo habitual de un joven campesino que, caminando junto a su burro en dirección a su casa, después de un momento de distracción, comprueba que el animal se ha perdido. El muchacho observaba con atención cualquier movimiento que pudiera verse cerca del palmeral. Entonces, escuchó en la lejanía un pequeño estruendo entremezclado con el sibilante canturreo del jamsin, el viento del desierto. Mientras se acercaba a un montículo cercano, el chico pudo oír cómo el sonido del animal se iba haciendo más audible. No muy lejos descubrió una gran fosa en el suelo desde donde su inseparable burro, en silencio, le miraba sorprendido.
Desde arriba el muchacho pudo ver que junto al burro había cientos de piedras doradas. Extrañado por el insólito descubrimiento de su compañero, el joven descendió para rescatar al animal y estudiar detenidamente aquel misterioso conjunto pétreo. ¿Se trataba de un gran tesoro? Sí, pero pagaría cara su osadía. Al tocar aquello que él creyó ser piedra, comprobó realmente que se encontraba ante un grupo de momias cubiertas de oro. Asustado por las supercherías y leyendas que había escuchado desde niño, sacó al burro como pudo del agujero y huyó hasta la cercana localidad de El Bawiti.
Cualquiera que haya estado en este lejano oasis de Egipto puede darse cuenta a primera vista de que esta historia no tiene muchos visos de ser realidad. Ni allí hay campos de cultivo, ni palmerales, ni es un lugar transitado por los habitantes de El Bawiti. La otra versión, mucho más creíble, no es tan misteriosa. Relata cómo uno de los guardas que vigilaban el cercano templo de Alejandro Magno y que precisamente no era un muchacho veinteañero, cruzaba en su burro el desierto próximo, a lo largo de la carretera principal que lleva hasta el oasis de Farafra. Entonces, una de las patas del animal se hundió inesperadamente en la arena, dejando a la luz un oscuro agujero lleno de extraños bultos. El vigilante, que algo de experiencia tenía en estas lides arqueológicas, sospechando el descubrimiento de algo realmente importante, dejó atado el burro en un lugar cercano y fue a la carrera en busca de alguno de sus superiores.
El verdadero hallazgo
El hallazgo se hizo público el sábado día 12 de junio de 1999, siete años después de su verdadero descubrimiento. Cualquiera que investigue los vericuetos del oasis de Bahariya puede darse cuenta de que el hallazgo se realizó mucho antes, en 1992. En una entrevista que mantuve con el director de las momias del Museo Egipcio de El Cairo, el doctor Nasry Iskander, éste me confesó que la primera noticia de la existencia de las momias al oeste de El Bawiti se remonta, que él sepa, a 1992. Según este experto en momias, las autoridades se dieron cuenta en seguida a comienzos de los 90 de la importancia que podría tener un proyecto de excavación de estas características y los problemas técnicos que ello acarrearía. Para Iskander, después de este primer paso lo que se decidió fue cubrir las tumbas descubiertas y preparar un equipo concienzudamente para que en un futuro no muy lejano excavara de forma intensiva el lugar. Se trataba de un reto muy importante para la arqueología egipcia, y la verdad es que así se ha hecho.
Quizá todo se precipitara un tanto por el lanzamiento de la película La Momia en 1999. Como me reconocía Iskander, sobre ese asunto no sabía nada. Su trabajo se limita a analizar momias, estudiarlas desde un punto de vista científico y dar la conclusión de sus estudios a sus jefes. Éstos son los encargados de decidir el sacar o no a la luz pública el resultado de sus investigaciones y también los encargados de elegir el momento más idóneo para hacerlo.
Momias de oro
La puesta de largo del descubrimiento del valle se hizo en el VIII Congreso Internacional de Egiptología celebrado en El Cairo en marzo de 2000.
A comienzos de 1999 se seleccionó a un grupo de doce personas; la gran mayoría antiguos colaboradores que ya habían trabajado con Zahi Hawass, director de las excavaciones, en otros proyectos, cuya confianza estaba más que probada. A aquel grupo había que añadir la presencia de más de setenta obreros reclutados de la cercana El Bawiti, cuyo trabajo anónimo hizo viable el estudio diario del yacimiento. Una tras otra iban volviendo a la vida hiladas e hiladas de cuerpos anónimos. A simple vista, ninguno de ellos poseía una inscripción que pudiera dar alguna pista sobre su identidad. Pero para los hombres y mujeres que allí trabajaban no eran simples cuerpos engalanados de oro, sino el testimonio directo de sus antepasados. Todo un regalo de Dios.
Debajo del suelo no tardaron en aparecer decenas de momias cubiertas con máscaras moldeadas en relieve y cartonajes dorados. Se trataba de una especie de chaleco fabricado con yeso y cubierto con finas láminas de oro, decorado con escenas funerarias que cubría al difunto. Entre todas estas momias, hubo una que llamó especialmente la atención de los arqueólogos egipcios. En un extremo de la primera tumba había una momia de una mujer de apenas un metro y medio de longitud. Cubierta con una máscara con ojos de pasta blanca, sobre su rostro destacaba una corona de hojas típicamente romana. Además lucía un cartonaje dorado dividido en tres partes y dos círculos dorados representando los pechos.
La catalogada como tumba 54 es quizás la más popular de todas las de Bahariya. En ella han aparecido las mejores momias. Se trata de la misma tumba sobre la que se precipitó el burro del cuidador egipcio, descubriendo así la sensacional necrópolis. Con el paso de los siglos el techo de la sepultura se hundió, cubriéndose toda ella con toneladas de arena. Esta catástrofe había facilitado aún más la conservación de los cuerpos en unas condiciones envidiables. Se ha demostrado que la arena es el mejor conservante que existe. No solamente protege los objetos de movimientos bruscos sino que, además, en el caso de materias orgánicas como puedan ser las momias, se encarga de desecarlas en mayor grado de lo que pueda hacer el propio proceso de momificación. En el caso de la tumba 54 fueron necesarias dos semanas para poder vaciar el sepulcro y limpiar las cuarenta y tres momias del polvo que las había salvaguardado del pillaje y de la destrucción durante siglos. Al igual que sucedía en otras necrópolis de época grecorromana, cada uno de los cuerpos representaba rasgos diferentes, siendo prácticamente imposible confundir una momia con otra.
Gracias a la observación preliminar del conjunto funerario, los arqueólogos no tardaron en darse cuenta de que aquellas momias pertenecían con toda seguridad a familias enteras que habían empleado los sepulcros durante siglos. Concretando aún más, se pudo precisar una horquilla cronológica que iba desde el siglo IV a. C., momento que coincide con la llegada de Alejandro Magno, hasta el siglo IV de nuestra Era. No obstante el mayor número de las momias se corresponde con el final del siglo I d. C. y comienzos del II.
No es oro todo lo que reluce
Aparte de las momias, en Bahariya también se han descubierto cientos de objetos que han ayudado a la datación del conjunto arqueológico. De entre todos ellos llaman especialmente la atención unas pequeñas estatuas de madera de apenas 30 centímetros de altura. Representan a plañideras en pleno trabajo, alzando los brazos hasta el cielo, manifestando así un gesto de dolor por la pérdida de un ser querido. También se han encontrado restos de las numerosas tinajas que se emplearon para el enterramiento y en las que se portaban alimentos o diferentes aceites como ofrendas al difunto. Además junto a las momias también han aparecido varias figuras del dios Bes, un geniecillo muy ligado a los cultos domésticos de los antiguos egipcios. Principalmente se relacionaba con la protección de los partos, los sueños y con la alegría desenfrenada de las fiestas. A Bes se le representaba como un enano gordo y barbudo con la lengua colgando, al que entre sus piernas arqueadas le sobresalía una cola de león. Muy común en toda clase de amuletos y piezas de poco tamaño, resultó sorprendente para los arqueólogos el hallar en una de las tumbas del Valle de las Momias de Oro, la estatua de Bes más grande hasta ahora descubierta. Se trata de una estatua de piedra cuya altura alcanza casi 1 metro, algo totalmente extraordinario para este tipo de representaciones.
Un hallazgo nada menor
Un tanto indignado, Nasry Iskander me comentaba no entender cómo puede haber investigadores que después de todas las pruebas ofrecidas por los hallazgos en el Valle de las Momias de Oro, sigan negando el valor de esta necrópolis. Como defiende el propio doctor “todo es importante en la historia de Egipto. No debemos olvidar que es la primera vez que nos encontramos con una colección intacta de momias tan grande, con el añadido de que su estado de conservación es casi perfecto ya que nadie ha puesto la mano sobre ellas desde que fueron colocadas con tanto mimo por los familiares del difunto hace 2.000 años”.
Al contrario de los otros métodos de momificación empleados en época faraónica, el proceso empleado por los romanos en Bahariya incluía el recubrimiento interno de la momia con una estructura de juncos. Este añadido convertía el cuerpo una vez vaciado, en un objeto aún más rígido y consistente. Esto es lo que ha facilitado que las momias se hayan conservado en mejor medida que las de la época faraónica.
En la época en la que se utilizó la necrópolis de Bahariya, muchos egipcios seguían la tradición faraónica pero en la mayoría de los casos desconocían el verdadero significado de estas costumbres milenarias. La gran mayoría de las momias de Bahariya no están dentro de sarcófagos, un detalle que ha caracterizado a la cultura egipcia a lo largo de toda su historia. De igual manera, ni la colocación de los cuerpos ni las entradas a las tumbas siguen una orientación especial tal y como ocurría con las construcciones más antiguas.
En la actualidad el oasis de Bahariya se ha convertido en uno de los lugares casi obligados para los que visitan Egipto. Algunas de sus tumbas están abiertas al público y varias de las momias de oro descubiertas en el valle se exhiben en el Museo de El Cairo.
© Nacho Ares 2000