Publicado en Misterios de la Arqueología 1997
Hoy los llamaríamos médiums o contactados, pero hace cinco mil años, los jem necher, «servidores de la divinidad», ya hacían de puerta entre las fuerzas incontroladas de la naturaleza y los hombres. Rodeados de un halo de magia y poder, la clase sacerdotal vivía recluida en el templo, en donde, siguiendo un extraño ciclo de autorreciclaje, formaban continuamente nuevos iniciados que al cabo de los años les pudieran sustituir.
No existe algo más enredado en el estudio de la civilización egipcia que su religión. Producto del forzado matrimonio de varios pensamientos teológicos exigido por una unificación política, la religión egipcia se nos presenta como un gran zoológico paradisíaco, con más de tres mil divinidades, en donde todos y cada uno de ellos desempeñan un papel importante en el mismo concierto.
Por su parte, la complejidad administrativa de un templo egipcio tampoco es cuestión baladí. Como un poblado autosuficiente dentro de la propia aldea, el templo disponía de toda clase de talleres, tierras para el cultivo, escuelas, bibliotecas, etc. Esta labor económica llegó a tales extremos que en época de Ramsés III (ca. 1.175 a. C.) para el templo e Amón en Karnak se llegaron a contar ¡más de 80.000 personas al servicio del dios! Pensemos, pues, la extensión de las propiedades vinculadas a este templo.
El sacerdocio egipcio
A diferencia de nuestro clero actual, los sacerdotes egipcios no precisaban de una vocación demostrada para poder acceder a los cargos que desempeñaban. Más que a nuestros curas, los sacerdotes deberían ser comparados con una suerte de funcionariado administrativo, regente y director de su propio núcleo templario.
La cercana relación entre la religión y la vida cotidiana hacía que en muchos oficios, que aparentemente tenían un desarrollo ordinario, sus cargos estuvieran desempeñados por sacerdotes. Así no era de extrañar que un simple escultor fuera sacerdote del dios Ptah -uno de los dioses creadores más importantes de todo Egipto- y un juez lo fuera de la diosa Maat -diosa de la verdad y del orden cósmico-.
El ingreso en el templo se hacía a muy pequeña edad. Toda familia que pudiera pagar la educación de su hijo, fuera de la condición social que fuera, era admitido en el templo bajo una recia disciplina. A partir de este momento comenzaba una larga carrera en donde el niño emprendía el estudio de las «medu necher», «las palabras divinas» del dios con cabeza de ibis, Thot, que formaban la lengua egipcia. El ya iniciado el los misterios de la religión egipcia, podía acabar desempeñando multitud de oficios.
La enseñanza del egipcio se centraba principalmente en el aprendizaje del hierático, jeroglífico cursivo de trazos ligeros mucho más cómodo y rápido de escribir. El lugar en donde se enseñaba la lengua era la parte del templo que recibía el nombre de Casa de la Vida («per anj»), conocida por algunas menciones de autores clásicos. Llama la atención el hecho de que los propios egipcios esquivaran todo comentario al respeto del funcionamiento de esta institución. En ella se guardaban los libros sagrados de Thot, dios de la sabiduría y de las ciencias cuyos texto bien podrían esconder los secretos de esta enigmática civilización. Quizás el carácter mistérico de la propia escritura egipcia llevó a los sacerdotes a guardar el más absoluto silencio sobre todo aquello que sucedía en el interior de este recinto.
Sin embargo, otros investigadores prefieren pensar que se trata de un silencio provocado por la gran difusión que en la época tuvo esta institución, por lo que no era necesario precisar ninguna explicación al respecto. Teoría un tanto esquiva toda vez que se tiene constancia de otras instituciones más conocidas aún, de las que se han conservado multitud de documentos explicativos. Recordemos que, al fin y al cabo, la Casa de la Vida no dejaba de ser un centro de privilegiados, en donde iban a estudiar los hijos de todos aquellos funcionarios y campesinos que podían permitirse el lujo de desprenderse de sus hijos en las tareas diarias para sacar adelante la familia, por lo que su difusión fue relativa
Dependiendo de la habilidad de cada uno y, cómo no, de las intrigas de las que fuera capaz, un iniciado podía quedarse estancado en ser un simple sacerdote de bajo rango o aspirar a ser un profeta importante del dios.
La visión del dios
Para poder entrar en el templo era obligatorio respetar unas normas de higiene muy extremas. De lo contrario, el templo se vería invadido por la impureza y la turbiedad que traían consigo la fuerzas del mal, con el consabido peligro para el dios que allí vivía.
El propio acceso al templo estaba restringido a los sacerdotes. Como tal recinto sagrado, todo iniciado en los misterios del dios debía realizar dos abluciones a la luz del día y otras dos por la noche. El agua, sacada del lago sagrado del templo, purificaba al individuo igual que sucedió al comienzo de los tiempos cuando el mundo era una gran extensión de agua de la que nacieron diferentes divinidades.
Solamente podían vestir trajes del más puro lino. Los diferentes complementos que se permitían eran la única señal para poder distinguir unos cargos sacerdotales de otros.
Debían respetar, teóricamente una dieta rigurosa en la que muchos productos les estaban prohibidos como el pescado, las legumbres, la carne de vaca y de oveja, etc. Sin embargo, los retratos que conservamos de algunos sacerdotes parecen indicar que esta parte del oficio cotidiano, precisamente, no era muy respetada.
Cada dos días debían realizar una depilación completa de todo el cuerpo. No debía permanecer un sólo bello, ni siquiera en cejas y pestañas. No tenían obligación de guardar celibato si bien debían de abstenerse del contacto con una mujer cierto número de días antes de entrar en el templo, de lo que se deduce que algunos sacerdotes vivían con asiduidad fuera de él.
El poder de los iniciados
Al igual que sucedió en épocas históricas posteriores como la Europa medieval, los sacerdotes egipcios hicieron gala de un vasto poder político y económico. Sin embargo, el conocimiento que poseían del mundo que les rodeaba les hizo ser aún mucho más poderosos.
No había nada que desconocieran los sacerdotes egipcios. Más enigmático resulta el estudio de aquellos conocimientos que única y exclusivamente pasaban de un sacerdote a otro por transmisión oral y de los que solamente conservamos lo espectacular de sus resultados.
Las matemáticas que nos han sido transmitidas a través de varios papiros escolares son sin lugar a dudas un porcentaje muy pequeño de los conocimientos que sobre esta ciencia debieron de tener. Es imposible realizar logros tecnológicos del estilo a las pirámides o los gigantescos obeliscos, con problemas de matemáticas del tipo a los expuestos en el célebre papiro Rhind en donde se resuelven ejercicios elementales de triángulos rectángulos.
El calendario civil de trescientos sesenta y cinco días utilizado por los egipcios no añadía un día a los años bisiestos, de manera que cada cuatro años se tomaba uno de retraso en lo que respecta al tiempo que tarda la tierra en dar una vuelta alrededor del sol o la estrella Sirio, que era realmente la referencia utilizada por los egipcios. Así, el año natural y el civil solamente coincidían cada 1461 años, de suerte que el verano civil llegaba a superponerse al invierno natural y viceversa.
En cambio, los sacerdotes se las ingeniaron para colocar sus festividades exactamente el mismo día todos los años, ya coincidiera en invierno o en verano, de lo que se deduce que conocieron los años bisiestos y añadieron a éstos un día extra. ¿Cómo lograron los sacerdotes egipcios alcanzar estos conocimientos astronómicos con la ayuda de la simple observación nocturna sobre el tejado del templo?
Sus conocimientos astronómicos les permitieron predecir con asombrosa exactitud la venida de diferentes eclipses. De esta manera, simulaban dominar las fuerzas de la naturaleza, utilizando este recurso como medio de control de la población ignorante.
Otra irritante contradicción es el desconocimiento de la rueda hasta la invasión de los hicsos hacia el año 1700 a. C. ¿Cómo es que en casi mil quinientos años de historia los egipcios ignoraron la rueda? ¿Fue un secreto guardado celosamente por los sacerdotes y únicamente puesto al servicio del Estado cuando lo dramático de la situación así lo requirió? De otra manera no se comprende que habiendo tenido tantos contactos con Mesopotamia desde el Tercer Milenio a. C. tal y como defiende la historia tradicional, los egipcios fueran tan torpes de obviar la rueda y la polea para la construcción de grandes monumentos.
La magia
El papiro de Berlín 3033 datado en la época de los hicsos, y más conocido por el nombre de su descubridor, papiro Westcar, recoge cinco cuentos de los que únicamente se conservan de forma entera los tres últimos. Escritos en egipcio medio con un lenguaje ameno y sencillo, cuentan diferentes sucesos acaecidos en época del faraón Keops durante la IV dinastía (ca. 2.575 a. C.), y protagonizados por diferentes sacerdotes-magos que hacían gala de una serie de prodigios espectaculares.
Si bien estos cuentos están decorados y adornados con personajes y situaciones poco frecuentes, describiendo siempre recuerdos exóticos y misteriosos, no dejan de ser una fuente documental importante para comprender el papel desempeñado por algunos sacerdotes.
La magia, tan ligada a la civilización egipcia, adquiere en este tipo de documentos un protagonismo especial. Con ella, los iniciados en el conocimiento esotérico podían controlar algunos de los fenómenos producidos por la naturaleza, incomprensibles la mayoría de ellos para la mentalidad humana de aquella época. Al vincular estos fenómenos naturales al poder de diversas divinidades y viendo que estos sacerdotes parecían controlar por medio de la magia los designios divinos, el pueblo reconocía las facultades milagrosas de sus sacerdotes.
En el primer relato del papiro Westcar, La fiesta en la barca, Djadja-em-ankh, que tenía como título el de «jefe de los sacerdotes lectores», utilizó sus poderes mágicos para recobrar el pendiente de una bailarina caído a las aguas de un gran estanque por el que navegaba la barca del faraón con todo su séquito. Para ello, elevó y separó las aguas del estanque, con el fin de poder observar el fondo y recuperar el rico pendiente de la bailarina. Esta tradición ha sido señalada por algunos investigadores como la predecesora al relato de Moisés, quien en la huida de los hebreos de Egipto abrió las aguas del Mar Rojo para que su pueblo pudiera pasar.
Más conocido es el segundo relato que nos ofrece el papiro Westcar. Con el título de Djedi, el mago, describe los increíbles poderes de un sacerdotes centenario y de excepcional apetito. Reclamado por el propio faraón Keops después de que llegara a sus oídos que este hombre era conocedor del número de cámaras secretas que había en el templo de Thot, dios de la sabiduría y de las ciencias, se presentó en el palacio real con el fin de realizar una demostración de sus increíbles dotes para la magia. Entre todas ellas destacaba el que Djedi fuera capaz de devolver a la vida a cualquier animal después de que fuera sacrificado. De esta guisa, el anciano sacerdote-mago degolló y revivió una oca para sorpresa de todos, después de haber colocado su cabeza y su cuerpo extremos diferentes del gran salón de recepciones del palacio real de Keops.
El último de los tres cuentos, El nacimiento de los hijos reales, hace alusión a los increíbles poderes adivinatorios de un sacerdote, quien haciendo gala de una precognición inusual, predice el futuro de la dinastía de su faraón.
Para irritación de los investigadores, el papiro Westcar no revela en ningún momento las frases mágicas que enunciaban lo sacerdotes magos antes de realizar sus prodigios. Se limitan a decir: «Djedi dijo sus palabras mágicas», o sentencias parecidas. De esta manera, siempre nos quedaremos con la duda de la certeza o no de los hechos narrados en estos papiros…
Interior de un templo
La estructura interna de un templo egipcio estaba diseñada especialmente para poder establecer una atmósfera propicia que ayudara al contacto del sacerdote con la divinidad. La oscuridad predominaba sobre la luz y el silencio sobre el ruido. Todo ello se imbuía por un ambiente favorable para los cultos mistéricos, típicos de la religión egipcia.
Tras unos monumentales pilonos, decorados con las mejores gestas militares del faraón reinante, se daba paso a un patio amplísimo rodeado de unos soportales. Éste era el lugar último al que tenía acceso el común de la población. En él se celebraban diversas festividades en donde los habitantes de la aldea podían contemplar la estremecedora figura de su dios. Todas las paredes del patio estaban decoradas con escenas que representaban al faraón realizando ofrendas ante el dios o expulsando a las fuerzas del mal: los enemigos del país.
Tras el patio porticado se daba acceso a la primera parte del templo con techumbre: una sala ocupada en su totalidad por un bosque de columnas de un tamaño descomunal, y que recibía el nombre de sala hipóstila.
A continuación de la sala hipóstila se entraba el templo propiamente dicho, la morada del dios, lugar al que solamente tenían entrada los sacerdotes. En este espacio se encontraban sus aposentos y las habitaciones dedicadas a la enseñanza de la religión para los iniciados.
La propia estructura del templo egipcio estaba diseñada de tal manera que a cada paso el techo se hacía más bajo, el suelo más alto y las salas más cercanas al eje del edificio. De esta manera, se simulaba la entrada a un gran túnel, oscuro y misterioso, similar al caos original de donde nacieron todas las divinidades.
En la profundidad más absoluta de ese túnel se encontraba el sancta sanctorum. Era la habitación más importante de todo el edificio y estaba destinada a albergar la capilla que contenía la imagen del dios titular y a la que solamente tenía acceso el sacerdote encargado de realizar el aseo diario de la figura.
El amanecer para un dios
La ceremonia más importante llevada a cabo en el templo a lo largo del día era el aseo diario del dios. Como si se tratara de una persona, la estatua del dios titular del templo requería de una asistencia diaria. Ésta, teóricamente, debía ser prestada por el propio faraón quien por razones mayores solía delegar en un sacerdote de alto rango.
Primeramente, el encargado de tan ilustre tarea abría las puertas del sancta sanctorum. Sumido en la más absoluta oscuridad y todavía con el aroma del incienso y la mirra del día anterior flotando en el ambiente, se abría la naos que contenía la pequeña estatua del dios: lugar a donde éste descendía cuando se encontraba en la tierra entre los hombres. El sacerdote pone las manos sobre la estatua de oro -ya que en este material consistía la piel de los dioses- y exclama unas alabanzas mágicas que le harán despertar.
La estatua es lavada con agua pura y sagrada, ofreciéndole después cuatro bandas de tela -blanca, roja, azul y verde- a modo de vestimenta.
Ante la imagen del dios se colocan diferentes bandejas de comida para su alimento, y se renuevan los recipientes de incienso, imprescindibles para purificar el aire de la estancia. Finalmente el sacerdote aplica con el dedo meñique de la mano derecha un ungüento sobre la frente de la estatua.
Acabado el ritual, el sacerdote cierra la naos del dios y retrocede sobre sus pasos, caminando sin dar la espalda a la divinidad, borrando sus huellas con agua sagrada y una pequeña escobilla.
© Nacho Ares 1997