Este artículo es un fragmento actualizado de u pasaje de mi libro Un viaje iniciático por los templos sagrados del antiguo Egipto (EDAF 2000).
Puedes ver un vídeo de este lugar en este enlace a mi canal de youtube Dentro de la Pirámide.
Y en este enlace hay una galería de fotos.
La historia de este fascinante emplazamiento ubicado al norte de la meseta de Sakkara está ligada a la vida de un hombre que dio absolutamente todo por la egiptología, el francés Auguste Mariette (1821-1881). Desde hace pocos años, el Serapeum se ha reabierto al público después de solventar los problemas que acarreaban las malas condiciones que rodeaban a sus milenarias galerías y habitaciones, que amenazaban desplomarse en el momento menos esperado. Con todo, la historia que rodea al hallazgo de este gigantesco complejo mortuorio lo convierten en uno de los lugares más fascinantes de Egipto.
Mariette era en 1842, con sólo 21 años, profesor del colegio de Boulogne-sur-Mer, su ciudad natal. En ese mismo año, el jovencísimo profesor, fue designado para clasificar los apuntes y dibujos de su primo Nestor l’Hôte, quien pocos años antes había estado al servicio del renombrado Champollion, el hombre que descifró los jeroglíficos en 1822. Casi dos décadas después, en 1850, Mariette fue escogido por el museo parisino del Louvre para viajar hasta Egipto con el fin de comprar manuscritos coptos para nutrir los fondos de dicho museo.
La situación social en el país del Nilo no era en aquel momento la más propicia para introducirse en los monasterios coptos y negociar con los ermitaños monjes egipcios, un tanto decepcionados por el comportamiento libertino y licencioso de algunos compradores ingleses. Muchos de estos comerciantes, en su afán por conseguir manuscritos a cualquier precio, no tuvieron ningún reparo en llegar incluso a emborrachar a los pobres frailes para robarles sin ningún escrúpulo los papiros y luego marcharse, por supuesto, sin pagar.
Con este panorama tan poco halagüeño, Mariette llega a Egipto. Al poco tiempo de estar allí, las dificultades con los monasterios coptos le obligan a abandonar su misión principal. Sólo en un país extranjero y con un montón de dinero ajeno en el bolsillo, el francés se decide a invertir su tiempo y el dinero en la adquisición de alguna otra antigüedad.
En sus paseos diarios por la ciudad, el joven francés empezó a comprender la desastrosa situación arqueológica que sufrían los monumentos de aquel país. Le llamó la atención la innumerable cantidad de esfinges que adornaban las puertas de entrada a las lujosas mansiones de los ricachones locales y cuya procedencia era un absoluto misterio. La zona hoy conocida como Garden City, en el centro de El Cairo, el lugar en donde se encuentran varias embajadas occidentales como la británica, la italiana o la estadounidense, estaba repleta de estas figuras.
Se vio tan atraído por las esfinges que acabó preguntando a varios anticuarios de El Cairo por el origen de esas hermosas esculturas. Según dedujo de las explicaciones de uno de ellos, un tal Fernández, no parecía haber duda de que la procedencia de las figuras era de la necrópolis existente a varios kilómetros al sur de la capital, cerca de la famosa pirámide escalonada y que recibía el nombre de meseta de Sakkara.
Después de acercarse hasta el lugar, el 27 de octubre de 1850 un golpe de suerte hizo cambiar no solamente la vida de Mariette sino la de la egiptología. Junto a una duna sobresalía de la arena la cabeza de una estatua, muy similar a las que había visto antes en las haciendas de los ricos comerciantes de El Cairo y Alejandría. Instantáneamente y sin saber por qué, le vino a la cabeza el pasaje de la obra del geógrafo griego Estrabón en donde se hablaba del Serapeum de Menfis, el lugar en donde habían sido enterrados los bueyes sagrados Apis: “Hay también un Serapeum en Menfis, en un lugar tan arenoso que las dunas son amontonadas por el viento, y por esto algunas esfinges que yo vi fueron cubiertas, unas hasta la cabeza y de otras sólo se veía la mitad, de lo que uno puede comprender el peligro si una tormenta de arena cae sobre un viajero que visita el templo” (Strabo 17, 1, 32)
No se había equivocado. Después de eliminar la arena que cubría la cabeza de piedra, comprobó que se trataba de una esfinge. Y junto a ésta había otra, y a su lado otra más. Así hasta un total de ciento cuarenta que formaban la impresionante avenida que iba a dar a la entrada del propio enterramiento.
Después de decidir emplear para la excavación del Serapeum el dinero que le había entregado el museo del Louvre para que adquiriera manuscritos coptos, Mariette se convirtió en el arqueólogo más célebre de su tiempo. Fundó años después los que hoy es el Servicio de Antigüedades de Egipto, institución que controló desde entonces la salida del país de antigüedades, fundando más tarde para su conservación el primer Museo de El Cairo, ubicado antiguamente en Bulak y que a comienzos del siglo XX se trasladó a la actual plaza Tahrir. Precisamente en los jardines del nuevo museo se encuentra la tumba de Mariette dentro de un sarcófago de la dinastía XVIII.
La excavación del Serapeum se convirtió en poco tiempo en la tumba de Tutankhamón del siglo XIX, en lo que a expectación periodística internacional y turismo se refiere. No en vano, era el último gran centro arqueológico descrito por los autores clásicos que aún quedaba por descubrir.
Uno de los aspectos más oscuros en toda la investigación del Serapeum de Sakkara, y que todavía hoy tiene una explicación difícil, son las preguntas que rodean a los propios bueyes. Si bien es cierto que poseemos una documentación abundantísima, que más adelante analizaremos en profundidad, en lo que respecta a inscripciones en forma de estelas (casi mil doscientas y muchas de ellas inéditas), o estatuas de Apis, que hacen referencia, precisamente, a los bueyes allí enterrados, allí no había un solo buey-todo por ninguna parte.
El Serapeum de Sakkara está compuesto por dos tipos diferentes de enterramientos. Los más antiguos son los enterramientos menores, algunos de ellos de la época de Ramsés II (ca. 1275 a.C.). En unas condiciones de derrumbe muy peligrosas, estas galerías no son la parte más importante del Serapeum desde el punto de vista de los enterramientos.
En la parte superior se encuentran los enterramientos mayores, que están compuestos de unas galerías con grandes nichos a los lados, la zona que hoy se visita. En estas cámaras, talladas en la roca viva de la meseta, se rebajó el suelo para poder dar entrada a los grandes ataúdes de piedra que fueron colocados allí a partir de la dinastía XXVI (ca. s. VII a.C.). Y cuando digo grandes, quiero decir grandes. Las medidas de uno de ellos son de 3,80 metros de largo, 2,30 de ancho, y 2,85 de altura total, tapa incluida. El grosor de las paredes interiores de estas auténticas cajas fuertes, es de 45 centímetros. Su peso, dependiendo del material, ya que los hay de granito y basalto, alcanza las 40 toneladas a lo que hay que añadir otras 20 para la tapa y por supuesto, el peso del toro reseco que iba dentro.
Pero no deja de ser insólito que en ninguno de los grandes sarcófagos del Serapeum se hayan podido encontrar los restos de ningún buey momificado. El primer sorprendido por el hecho de la falta total de momias en el monumento, fue el propio Mariette. Con los métodos de la época, en donde el dúctil cepillo de nuestros días era sustituido en muchas ocasiones por la dinamita, Mariette no consiguió encontrar nada en absoluto. Los veinticuatro sarcófagos de granito que se conservan en las galerías del Serapeum estaban vacíos. Como sucede en estos casos, la explicación más sencilla suele ser la más acertada. Y es que seguramente los sarcófagos ya fueran saqueados en la Antigüedad. Al ser las tumbas de dioses, literalmente, los enterramientos, aun perteneciendo a épocas más austeras de la historia egipcia, debían de contar con elementos de ricos metales que no debieron de tardar en llamar la atención de los ladrones de tumbas. Éstos en muchas ocasiones, según los textos de juicios que han llegado hasta nosotros, eran miembros de la casta sacerdotal que haciendo un uso ilegítimo del conocimiento que tenían de los enterramientos se aprovechaban de ellos para poder saquearlos.
Dejando de lado la teoría romántica de Erich von Däniken que defendía la posibilidad de que allí fueran enterrados gigantes y no bueyes sagrados Apis, la verdad es que el estudio de estos sarcófagos de piedra sigue siendo un enigma.
Solamente se han encontrado tumbas en Sakkara de bueyes con animales en su interior, al norte del propio Serapeum, circunstancia que no deja de ser notablemente insólita. Fue uno de los hijos de Amenofis III, llamado Tutmose, hermano del herético Akhenatón, quien mandó comenzar la construcción de estas tumbas individuales para los bueyes Apis, muy cerca de lo que años más tarde sería el Serapeum en Menfis. Para algunos egiptólogos, dejando de lado los problemas técnicos que envuelven al trabajo de sus sarcófagos de granito del Serapeum, el que nunca se haya descubierto en su interior un sólo cuerpo de buey Apis tiene varias explicaciones lógicas. Al parecer, las tumbas individuales de bueyes, excavadas por Mariette a mediados del siglo pasado cerca de la ubicación del actual Serapeum, contenían un gigantesco sarcófago de madera en cuyo interior apareció otro, esta vez de tipo antropomórfico que servía para guardar una tabla de forma rectangular con resina y huesos de buey. Gracias a los restos de cenizas encontrados en varios vasos de cámaras contiguas podemos deducir que, tras la muerte del Apis, los sacerdotes cocinaban al buey en un ritual que puede estar relacionado con el famoso himno caníbal del que hablan los Textos de las Pirámides. A través de este rito el rey, después de devorar a los dioses, adquiría sus poderes.
Aparentemente Mariette encontró sarcófagos vacíos en el propio Serapeum. Según los egiptólogos la respuesta es muy simple. Posiblemente fueran saqueados en época de los cristianos coptos, por lo que no sería más que producto de los iconoclastas. Mariette solamente encontró huesos desparramados alrededor de los sarcófagos, aunque no disponemos de mucha información al respecto ya que, por desgracia, el arqueólogo francés no llegó jamás a publicar una excavación completa del Serapeum. Por otra parte, algunos de esos huesos se encuentran en el Museo de El Cairo en espera de una investigación exhaustiva.
A través de varias referencias obtenidas de los autores clásicos, nos podemos hacer una pequeña idea del secretismo empleado por los propios sacerdotes egipcios de época grecorromana en todo lo que concernía al Serapeum. Por ejemplo, Pausanias, autor griego que vivió en el siglo II d. C., en su Descripción de Grecia (1, 18, 4), afirma que “(el) templo más importante (del buey Apis) en Egipto es el de Alejandría y el más antiguo el de Menfis al cual ni los extraños ni los mismos sacerdotes tienen entrada hasta el entierro del buey Apis”.
Quizá estemos ante un aspecto todavía desconocido de los cultos iniciáticos o mistéricos que rodeaban a muchas de estas religiones. Pero los problemas no quedan ahí. Estrabón, por su parte, añade más incertidumbre al misterio del Serapeum describiendo el sitio como “un lugar tan arenoso que las dunas son amontonadas por el viento, y por esto algunas esfinges que yo vi fueron cubiertas, unas hasta la cabeza y de otras sólo se veía la mitad, de lo que uno puede comprender el peligro si una tormenta de arena cae sobre un viajero que visita el templo”.
Con todo, si los egipcios nos hablan en sus textos y estelas del culto a Apis no tenemos por qué dudar. A partir de ahí somos nosotros los que tenemos que reconstruir lo que pasó con los datos que tenemos, pero con los que tenemos, no con los que nos inventemos.