Es un país fascinante. No voy a descubrir nada nuevo con esta afirmación aparentemente rotunda y a la vez trivial. Los más de 3.000 años de su historia faraónica, están acompañados de innumerables enigmas y misterios cuya respuesta se encuentra más allá de la burda y simplona explicación atlante o extraterrestre. Sus arenas milenarias todavía ocultan a la mirada del profano los tesoros que una vez fascinaron al mundo antiguo; tesoros que en la actualidad se han convertido en enigmas y misterios sin explicación. La leyenda de Egipto fue escrita con tres milenios repletos de problemas históricos, para los que ni si quiera los mayores avances tecnológicos del siglo XXI han encontrado una respuesta satisfactoria. Cualquiera que haya visitado el Valle del Nilo, podrá haber observado este detalle con sus propios ojos.
Bien por curiosidad histórica o por simple placer, Egipto tiene otra faceta no menos curiosa que la que envuelve a sus misterios arqueológicos. Me estoy refiriendo al ambiente y a las sensaciones que uno es capaz de vivir allí. Algunos lo llaman energía; para otros no es más que el «encanto» del país. En cualquier caso, ese halo que rodea lo relacionado con el Egipto antiguo y moderno hace que todos aquellos que en algún momento han viajado a Egipto, tarde o temprano, vuelven una vez más. No se trata de nada relacionado con los precarios itinerarios de algunas agencias de viaje, debido a los cuales muchos visitantes se quedan sin ver la mitad del país. Me estoy refiriendo a una especie de llamada interior; una especie de vuelta a nuestros orígenes cuya meta final se encuentra, sin saber el porqué, en Egipto.