Este artículo lo publiqué en Revista de Arqueología nº261, enero 2003, con el título «Paul-Emile Botta, un confidente en el palacio de Nínive»
A mediados del siglo XIX, el colonialismo europeo se extendía por todo el Oriente Medio. Mezclados con trifulcas políticas e intereses totalmente ajenos a la investigación histórica, los antiguos pueblos, otrora amos del mundo civilizado, iban desfilando ante la atónita mirada de sus descubridores. Después de dos mil años de sueño, Botta fue el afortunado en despertar al antiguo Imperio Asirio.
Sentado junto a la mesa de su despacho en la ciudad de Mosul, ciudad cercana al Tigris y a unos 360 kilómetros al norte de Bagdad, el nuevo agente consular francés pasaba las horas contemplando, a través de una ventana estrecha, las lejanas colinas que rodeaban la ciudad. Apasionado por la historia bíblica, Paul Émile Botta, dedicaba gran parte de su tiempo a leer y releer los pasajes que describían los lugares descritos en el Antiguo Testamento, preguntándose hasta qué punto todas aquellas páginas podían tener un trasfondo real. Precisamente, sobre su mesa permanecían desde hace varios días algunos planos de la región y legajos que hacían referencia a la vida del profeta Jonás, sobre los que tantas veces había reflexionado: «Se levantó Jonás y fue a Nínive, según la orden de Yavé. Era Nínive una ciudad grande sobremanera, de tres días de andadura. Comenzó Jonás a penetrar en la ciudad camino de un día, y pregonaba diciendo: De aquí a cuarenta días, Nínive será destruida.» (Jonás 3, 3-4).
Por orden de los más altos estamentos del gobierno francés, Botta había sido designado el último eslabón de una misión secreta cuyo objetivo era encontrar las ruinas de la mítica ciudad asiria de Nínive. El nuevo agente consular presentía que bajo las miles de toneladas de arena que se agolpaban en cada colina, había un mundo nuevo por descubrir. Estaba convencido de que en alguna de las colinas que se divisaban desde su ventana, yacía enterrado el pasado de un gran pueblo olvidado desde su destrucción hace dos mil años, el mismo pueblo que desde un enmascarado despacho le habían encargado descubrir.
Italiano de nacimiento, francés de corazón
Paul Émile Botta nació en Turín un 6 de diciembre de 1802. Hijo de Carlo Giuseppe Guillermo Botta, el político e historiador italiano, Paul Émile se caracterizó desde muy pequeño por su inagotable curiosidad por las ciencias y su espíritu aventurero. A muy corta edad su familia huyó a Francia debido al exilio político de su padre, patria de la que adoptaría su nuevo nombre y la nacionalidad. Con apenas veinte años realizó un viaje por todo el mundo, permaneciendo una buena temporada en la costa atlántica de América. Allí nacería una de sus grandes pasiones que no abandonaría jamás: la biología. No había selva, ni paisaje que, por yermo que fuera, el joven Botta no se detuviera un instante para estudiar su flora y fauna. Así, llegó a confeccionar maravillosas colecciones de historia natural que fueron el asombro de la Europa del momento.
En 1830 se incorporó como médico a la corte del rey egipcio Mohamed Ali. Desempeñando este oficio, Botta participó en la expedición egipcia a Sennar que duró hasta el año 1833. Al igual que hizo en su primer viaje al mundo, Botta no perdió la ocasión de hacerse con una estupenda colección zoológica. Ese mismo año, viendo el gobierno francés la soltura del joven en las actividades diplomáticas a orillas del Nilo, decidió ofrecerle el cargo de cónsul de su país de adopción en la ciudad de Alejandría.
Si bien Botta no presentó objeción ninguna al aceptar tan preciado cargo, poco fue lo que tardó en abandonar la ciudad de Alejandría para embarcarse en una nueva aventura que duraría hasta el año 1837. En esta ocasión, se trataba de un nuevo viaje, esta vez a la Península Arábiga, en concreto al Yemen, de donde, por supuesto, se trajo una suculenta colección de historia natural. Todas las vicisitudes de este viaje fueron publicadas en 1841 en una obra que llevaba por título Relación de un viaje por Yemen en 1837 para el Museo de Historia Natural de París.
Inmediatamente a la vuelta de su viaje, Botta encontró sobre la mesa de su estudio el documento que le notificaba la muerte de su padre en París.
Francia planea una misión secreta
En 1842, la política colonial francesa estaba en pleno auge. Día tras día, su frontera económica crecía a un ritmo vertiginoso, extendiéndose cada vez más por todo el Oriente Medio. Desde el punto de vista histórico, era muy interesante que Francia diera un paso adelante de manera similar a como Napoleón lo había realizado en Egipto cuarenta años atrás. De esta manera, tendrían una excusa con cierto halo histórico para justificar su intromisión en tierras extranjeras.
Consultado sobre este asunto, el influyente orientalista Jules Mohl propuso a su gobierno la puesta en marcha de un gran proyecto secreto que tuviera como único fin el descubrimiento de la mítica ciudad de Nínive. A la vez que proponía una serie de claves para la búsqueda, también proporcionó el nombre más adecuado para el trabajo: Paul Émile Botta. El gobierno francés, sin sorpresa alguna, aceptó al momento el proyecto y el director del mismo. Veían en este nacionalizado, ya cuarentón, una persona eficiente en quien se podía confiar cualquier tipo de empresa en Oriente Medio. Así, Botta en el año 1842 sería enviado a Mosul como ficticio agente consular.
Renace una nueva ciudad
No eran extraños en Botta, esos arranques de euforia en los que montado al galope sobre su caballo, corría por las aldeas próximas preguntando de casa en casa a sus pobladores cuál era el lugar de procedencia de los muchos vestigios pétreos y cerámicos utilizados para la construcción de sus viviendas o simplemente si conservaban algún tipo de antigüedad. Por la zona, los pobladores recogían casi a diario decenas de ostraca con extraños signos cuneiformes perfectamente grabados. Todo era válido para escudriñar una mísera pista que le llevara a la legendaria Nínive, la ciudad que fue exterminada de la faz de la tierra por Yavé, debido a que sus reyes adoraban a dioses bárbaros y sanguinarios.
Botta, harto de esperar por una pista que parecía resistírsele, se inclinó por comenzar sus excavaciones sin ninguna orientación concreta. Así, decidió como lugar de su primera excavación la colina de Kuyunjik, no muy lejana de la ciudad de Mosul. Pero sus trabajos resultaron infructuosos. La mala suerte de su primera intentona como arqueólogo fue tal que en Kuyunjik no encontró ni siquiera el palacio de Assurbanipal, edificio descubierto años después por otra expedición francesa.
En 1843, tras un año de búsqueda infructuosa la fama de las indagaciones de Botta, preguntando por la localización exacta de un lugar en donde hubiera piezas antiguas con esa extraña escritura en forma de pisadas de ave, llegó incluso a los pueblos vecinos a la ciudad de Mosul. Cierto día, se presentó en el despacho de Botta un aldeano que, como excepción que confirma la regla, simpatizaba con los colonizadores franceses. El hombre decía venir de una aldea cercana, Khorsabad, a 15 kilómetros al noroeste de Mosul y muy cerca del río Josr. Allí, afirmó, abundaban las piedras con las inscripciones que tanto perseguía el cónsul francés. Botta, harto de tanto escuchar la misma canción y escarmentado de los estériles resultados obtenidos haciendo caso a los lugareños, despidió con maneras destempladas a aquel hombre, pensando que no sería sino otro charlatán más que no buscaba otra cosa que el beneficio de una suculenta propina por una trabajo mezquino. El hombre, lejos de abandonar su empresa, comenzó a dar detalles sobre la forma de construir los hornos en su aldea: utilizando ladrillos con inscripciones idénticas a las buscadas por el francés. Botta, giró la cabeza de forma súbita hacia aquel aldeano y le miró fijamente. En sus ojos, el lugareño parecía suplicar un poco de confianza. Al mismo tiempo, más por un acto reflejo que por un sentimiento de convicción, Botta mandó llamar a su secretario para que organizara un reducido grupo de obreros que fuera con un equipo de excavación al lugar descrito por aquel hombre.
¿Los muros de Nínive?
A los pocos días, uno de sus emisarios corría escaleras arriba hacia su despacho. Sin aliento, comenzó a describir el lugar señalado por aquel aldeano. Apenas habían hincado el pico en la tierra, cuando comenzaron a surgir a la luz del sol muros gigantescos, relieves espectaculares, decenas de tablillas con inscripciones, esculturas enormes, y un largo etcétera que hacía revivir, por fin, el ocaso de una civilización hasta ese momento desconocida.
Antes de que el emisario acabara su relato, Botta ya había saltado por las escaleras en dirección al establo a recoger su caballo para dirigirse al lugar. Allí, Botta pudo contemplar con sus propios ojos cuan moderado había sido su emisario en la descripción del emplazamiento. Introduciéndose en una zanja no pudo dar crédito a lo que veían sus ojos. Espectaculares relieves de seres imaginarios, cacerías de leones, hombres vestidos de extrañas maneras y con profusas barbas rizadas. De todo aquello emanaba el espíritu asirio que durante dos mil años había permanecido en absoluto silencio.
Ordenó que todos sus hombres de Kuyunjik abandonaran esa localidad y se desplazaran hasta Khorsabad. Allí comenzaron las excavaciones de forma meticulosa, sacando a la luz los restos de las murallas de un gran palacio. Poco después, habiéndose cerciorado Botta de la magnitud de su descubrimiento, decidió comunicarlo a París: «Creo que soy el primero en haber descubierto esculturas que con toda seguridad se pueden atribuir al período de apogeo de Nínive», aseguraba Botta. Si bien parecía haber cumplido con éxito su misión, realmente había descubierto el palacio de Sargón II en Dur Sharrukin. Poco después, muy cerca del lugar, Botta daría con los muros de la verdadera Nínive. La ínfima distancia entre Khorsabad y Nínive debió de confundir ya en la antigüedad a sus visitantes, creyendo que ambos lugares eran uno solo.
Los planes del agente consular y del gobierno francés tuvieron un pequeño contratiempo cuando el bajá turco de quien dependía la región quiso saber a qué venía tanto interés por un montón de adobes utilizados comúnmente por lo aldeanos para construir hornos. El bajá llegó a amenazar con la cárcel y la tortura a todo aquel que ayudara a los franceses en sus extrañas excavaciones, ya que según el propio bajá, Botta «no puede buscar otra cosa que no sea oro». Pero, hábil diplomático, no en vano había sido enviado a Mosul en calidad de tal, el francés consiguió la tranquilidad de Constantinopla, pudiendo continuar las excavaciones sin ningún percance más.
Nace una nueva ciencia
Tal y como había previsto el gobierno francés, el éxito obtenido en toda Europa con las excavaciones de Botta, justificaron de alguna manera la presencia de Francia junto al Tigris. Desde el punto de vista científico, Botta había dado un importante empujón al nacimiento de la asiriología como disciplina independiente y gran rival de la recientemente creada egiptología.
Botta, sin olvidar que era el pilar básico de un plan secreto pero, ante todo, trabajador incansable en favor de la ciencia, no perdió el tiempo durante sus campañas de excavación. Todos los estudios realizados eran publicados periódicamente en el Journal Asiatique, editado por la Sociedad Asiática y dirigido por el mentor de la operación, Jules Mohl. Por su parte, su obsesión por el cuneiforme le llevó a escribir el tratado, un tanto desafortunado, Memorias de la escritura cuneiforme asiria (1848), acompañado por una obra gráfica en donde incluía inscripciones de todo tipo y que llevaba por título Inscripciones descubiertas en Khorsabad (1848). Ambas obras fueron totalmente superadas dos años después por el inglés Henry Creswicke Rawlison (1810-1895), considerado como el intérprete definitivo de la escritura cuneiforme.
Siguiendo con los planes previstos en un principio, el gobierno francés no puso ningún tipo de traba burocrática a la hora de proporcionar medios para extraer toda clase de piezas del palacio de Sargón II y enviarlas a Francia. Metidos en harina y puestos a hacer las cosas correctamente, desde París salió una comitiva de estudiosos orientalistas que ayudaría a Botta en el trabajo de campo. Especialmente, fueron dos los que destacaron de entre todo el grupo: Burnouf, más tarde amigo personal de Heinrich Schliemann, y el inglés Layard, cuyos descubrimientos y fama en asiriología superaron años después a los del propio Botta.
A su vez, se le proporcionó el mejor dibujante del momento, Eugène Napoleon Flandin, con el objeto de realizar las ilustraciones del estudio que posteriormente sería publicado en cinco volúmenes con el sugestivo título de Monumentos de Nínive descubiertos por Botta, medidos y dibujados por Flandin (1847-1850). El valor de los dibujos de Flandin es doble. Por un lado, reconstruyó sobre el papel el lugar exacto de aparición de todas las esculturas y relieves y, en segundo lugar, hizo valiosísimos dibujos de todas las piezas que, bien por el cambio climático o problemas en su transporte, desaparecieron para siempre durante el viaje.
Después de ver los dibujos de Flandin, el museo del Louvre premió a Botta con la Legión de Honor. Pero al mismo tiempo, el gobierno francés no quiso escapar la suculenta oportunidad que se le ofrecía y encargó al mismo Botta el transporte a París de todo el material que fuera posible. Si bien los métodos utilizados por el agente consular francés no fueron los más ideales, -los relieves de alabastro se trocearon en varias piezas para evitar que se estropearan durante el traslado, y aún así muchos de ellos se perdieron para siempre en el fondo del Tigris-, con todo, fue mucho lo que llegó a París. Para la gloria de Francia, el 1 de mayo de 1847, cinco años después del comienzo de las operaciones, el Museo del Louvre inauguraba, por primera vez en el mundo, una sala dedicada a la civilización asiria.
Un desenlace injusto
Para la inauguración de la sala, Botta ya había sido cesado de su puesto. Nunca hasta entonces en toda su carrera había fracasado el agente consular francés en una misión. El desastre arqueológico ocurrido durante el traslado de las esculturas y relieves asirios fue para Botta el comienzo de un largo ocaso. Inmediatamente, fue relevado de su puesto en Mosul y enviado a Jerusalén, para ser nuevamente trasladado en 1857, esta vez a Trípoli, una plaza relegada y desacorde con sus méritos anteriores y muy lejana de su añorada Asiria. Su lugar en las excavaciones de Khorsabad lo ocupó Victor Place quien excavó el palacio de Sargón hasta el año 1852.
Después de permanecer once años en Trípoli, Paul Émile Botta decide regresar a Francia. Muere poco después, el 18 de abril de 1870, a los sesenta y siete años de edad en Achères (Poissy). Tras él dejaba una estela que había abierto las puertas de una nueva ciencia para el mundo de la arqueología.
Khorsabad y Sargón II
Dur Sharrukin, nombre asirio de Khorsabad, que literalmente viene a significar «ciudad de Sargón», fue la capital del mundo neoasirio durante el reinado de este monarca, hacia finales del siglo VII a. C. Sargón II pretendía centrar en este emplazamiento su foco de operaciones mientras llevaba a cabo una política militar tendente a conquistar todas las plazas que rodeaban a su Imperio, llegando incluso hasta Babilonia. El afán imperialista de estos monarcas hacía que según iban subiendo al trono fueran ubicando la capital del Imperio en un lugar concreto. Así, Assurnasirpal lo hace en Nimrud, Sargón II en Khorsabad y Senaquerib en Nínive.
Nínive, a muy poca distancia al sur de Khorsabad, y también comenzada a excavar por Paul Émile Botta, era la misma ciudad que mencionaba el Antiguo Testamento en el libro de Jonás. Fue refundada por Senaquerib (704-681 a. C.). El momento más importante en la historia de la ciudad es alcanzado con Assurbanipal, siendo al poco tiempo destruida (612 a. C.) por los medos, acabando para siempre la hegemonía del mundo asirio sobre Mesopotamia.
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