Publicado en la revista Enigmas año 2001.
Su pasión por el desierto oriental del Sahara le llevó a pasar en él la mayor parte de su vida. Ladislaus Almásy fue un explorador incansable de Egipto y Libia, un obligado espía al servicio de los alemanes y además la inevitable inspiración de novelas románticas. Para nosotros, un soñador, para los beduinos, Abu Ramla, el Padre de la Arena.
“Descripción de una ciudad y del camino que lleva hasta ella. La ciudad se halla al este de la ciudadela de Es-Suri. En ella encontrarás palmeras datileras y viñas y manantiales con agua corriente. Sigue el wadi y asciende por él hasta descubrir otro que se corre hacia el oeste entre dos colinas. En ellas hallarás una senda: síguela y llegarás a la ciudad de Zarzura. Encontrarás sus puertas cerradas. Es una ciudad blanca como una paloma. Sobre la puerta verás un pájaro labrado en piedra. Tiende su mano hasta su pico, toma la llave, abre y entra en la ciudad, verás grandes tesoros y al rey y la reina durmiendo en el palacio. No te acerques a ello, pero toma una parte de los tesoros. ¡Qué la paz sea contigo!”
Esta escueta mención encontrada por el conde Almásy en un antiguo manuscrito anónimo egipcio de la Edad Media, que llevaba por título El libro de las perlas sepultadas, le puso sobre la pista de un hallazgo que hubiera querido para sí cualquier explorador del desierto. No obstante, él fue el único que dio credibilidad a un texto que para muchos no era más que una fantasía inspirada en otros testimonios mas antiguos de época clásica. Lo mismo sucedía con la famosa “ciudad de latón” que aparece descrita en uno de los cuentos de Las mil y una noches, y que solamente podía identificarse con el perdido oasis egipcio.
La búsqueda del oasis de Zarzura se convirtió en una auténtica obsesión para Almásy. No se equivocó con el antiguo texto. Muy cerca de Jilf al Kabir la expedición de Almásy halló aquél mítico lugar. Sin embargo, la vida de Almásy estuvo plagada de innumerables hechos insólitos, que solamente pudo haber conocido alguien al que los propios beduinos bautizaron con admiración y respeto como “Abu Ramla”, el padre de la arena.
Misterios bajo el desierto
Ladislaus Eduard (Lászlo Ede) Almásy, conde Almásy como a él le gustaba que le llamaran, nació en el castillo de Bernstein, antigua Hungría, hoy Austria, el 22 de agosto de 1895. Hijo de György Almásy, famoso explorador de Asia, Lászlo no tardó en seguir los pasos de su padre. Dominaba a la perfección seis lenguas: húngaro, alemán, inglés, francés, italiano y, por supuesto, el árabe.
Su amor por el desierto le vino después de haber sido contratado como chofer de pruebas extremas en el desierto egipcio a comienzos de los 20 por la empresa automovilística Steyr. Su verdadera personalidad e historia no tienen nada que ver con el Almásy que protagonizó brillantemente el actor Ralph Fiennes en El Paciente Inglés (1997), película que estaba basada en una novela de ficción del mismo título escrita por Michael Ondaatje. Almásy era algo más que un soñador. A lo largo de la década de los 30 y 40 peino todo el desierto occidental de Egipto, abriendo nuevas rutas por lugares increíbles.
Durante su largas horas de soledad en el desierto, leía y reflexionaba sobre ese mundo de arena en el que parecía increíble que pudiera haber más vida incluso que en otros lugares. En muchas ocasiones las únicas fuentes de información que había de los sitios que él exploraba, eran escuetas referencias aparecidas en antiguo manuscritos árabes. Uno de sus preferidos era Al Bakri. Este autor hablaba de que al sur del oasis de Jarga había regiones desérticas conocidas como islas (de vegetación) con numerosas palmeras datileras y fuentes. Allí vivían, según este testimonio centenario, seres humanos de un tamaño diminuto y en ellas se podían escuchar durante el día y la noche el susurro de los djinns (espíritus o demonios) que viven en las arenas del desierto o en los árboles de los oasis. Aquel lugar es tan peligroso para un extraño que solamente se detienen en él de cuando en cuando algunos bandidos del Sudán mientras preparan alguna de sus razias contra los musulmanes.
En su propio diario Almásy relata cómo llegó a escuchar por primera vez este canto de los espíritus del desierto. Al final del día, después de que cesara el calor y el viento, el silencio era interrumpido por un sollozo largo y prolongado que se repetía constantemente en lo alto de las dunas. El sonido iba en aumento hasta convertirse en un quejido quejumbroso. Una tras otra, todas las dunas comenzaban a cantar de forma solemne. Desde ese día Almásy entendió por qué los beduinos hablaban con temor supersticioso de las voces de los ghule, los malos espíritus que habitan en las dunas. Después de unos minutos el canto se apagaba lentamente y todo volvía a ser envuelto por un profundo silencio.
El propio Almásy reconocía en su diario que “incluso a nosotros, europeos de ideas racionalistas, nos resulta difícil considerar esos fenómenos naturales que se producen en contadísimas ocasiones como un efecto del enfriamiento nocturno de la arena y conservar la calma frente a ellos”.
Gigantes en la arena
Almásy sabía que muchas de las historias que le contaban los beduinos sobre los extraños demonios y genios que vivían en el desierto tenían algo más que un trasfondo romántico. Incluso él mismo pudo comprobar in situ la realidad de estas supuestas “leyendas”.
En cierta ocasión llegó a sus oídos que en el oasis de Jarga, a unos 560 kilómetros al oeste de la moderna ciudad de Luxor, había ocurrido un hecho realmente insólito. Uno de los pobladores contó a sus vecinos que alguien llevaba varios días entrando en su propiedad para robar grandes cantidades de dátiles. Pero lo que más le sorprendió y atemorizó, fue el descubrir en el suelo unas gigantescas huellas humanas que, sin lugar a dudas, no se correspondían con ningún árabe sino con un gigante. Haciendo gala de un valor increíble, el sufrido agricultor esperó al acecho una noche para poder cazar al temido gigante. En efecto, no tuvo que esperar mucho tiempo para observar entre la maleza cercana a su casa cómo se deslizaba una enorme figura oscura. Tras robar su ración de comida y percatarse de que le estaban observando, consiguió huir de forma tan rápida que el agricultor acompañado de un grupo de hombres no consiguió reducir a aquel extraño ser. Por ello decidieron esperar a una nueva ocasión y colocar una trampa en el palmeral.
No tardaron en tener éxito. Otra noche, más precavidos esta vez, consiguieron hacerse con el gigante una vez que se precipitó en el hoyo que habían cavado en el suelo. Para sorpresa de todos, el gigante era en realidad una mujer negra de una estatura nunca vista, cuya lengua no tenía ningún parecido con los numerosos dialectos árabes con que se intentaron comunicar con ella. Después de pensar durante unos días qué hacer con su extraño tesoro, el agricultor decidió poner a la mujer en libertad con la precaución de que la siguieran varias personas para poder conocer el misterioso lugar de dónde provenía. Sin embargo, la hábil “gigante” no tardó en despistar a sus perseguidores, por lo que nunca se pudo saber de qué extraño poblado, totalmente desconocido hasta entonces, había conseguido venir la mujer cruzando el peligroso desierto.
En realidad no era la primera vez que se enfrentaban a un ser de estas características. La propia investigación de Almásy conseguiría años después ofrecer una respuesta satisfactoria a la presencia de estos misteriosos seres de extraordinaria altura en los poblados egipcios. Los “gigantes negros” venidos del ignoto Mar de Arena y que hablaban una lengua totalmente incomprensible eran en realidad miembros de tribus sudanesas que se habían acoplado perfectamente a la vida en los llamados oasis de lluvias. Los tibbu o los guraan, cuyas forma de hablar resultabas chocantes a los árabes al parecerse a un esperpéntico soniquete de chirridos agudos ininteligibles, habían protagonizado durante siglos, sin saberlo, las historias más peregrinas sobre gigantes y misteriosos espíritus que habitaban en los oasis más apartados del desierto libio.
“Pinturas de los espíritus”
Desde el punto de vista de la exploración, el conde Almásy ha pasado a la historia de los descubrimientos no solamente por su trabajo en los oasis del desierto libio egipcio sino también por las innumerables pinturas rupestres descubiertas en los riscos de antiguos vergeles hoy totalmente desérticos.
Entre los lugares más prolíficos de estas características se encontraba el famoso Jilf al Kabir, un macizo rocoso que se extiende al suroeste de Egipto, cerca de la frontera con Libia. Almásy recorrió profusamente este lugar durante los años 30, redescubriendo para occidente la existencia de antiguos wadis o valles en los que hace miles de años se extendían increíbles zonas lacustres hoy totalmente desaparecidas.
Precisamente fue en uno de estos wadis de Jilf al Kabir, en donde Almásy descubrió el lugar que él llamó Wadi Sura, el valle de las imágenes. Allí apareció la cueva que contenía las famosas pinturas de los nadadores, circunstancia que demostraba que aquél lugar, hoy totalmente desértico y carente de vida, fue hace miles de años el hábitat natural de pueblos primitivos que tenían por costumbre bañarse en los lagos de la región. La presencia de cazadores en las pinturas junto con jirafas, por ejemplo, apoyaban esta hipótesis. Además el equipo de Almásy descubrió numerosas herramientas así como una piedra grande de forma oval que se descubrió en la mayor de las cuevas y que tenía grabados unos ojos y unos labios. Los egiptólogos que la examinaron en El Cairo afirmaron que se trataba de la más primitiva de las llamadas “paletas” aparecidas siglos después en la época predinástica de la historia de Egipto.
Si bien los descubrimientos de Almásy en Jilf al Kabir son realmente suyos, sí tenía noticia de que en otros lugares del desierto algunas de estas pinturas eran conocidas por los beduinos nómadas. En su diario, Almásy relata las dificultades que tenía en numerosas ocasiones para convencer a estos nómadas de que le enseñaran las pinturas ya que los beduinos pensaban que se trataba de “pinturas realizadas por los espíritus”. Por ejemplo, en la montaña de Uwaynat, a unos 200 kilómetros al sur de Jilf al Kabir, los nómadas le enseñaron a regañadientes la algunas de las misteriosas pinturas sobre los riscos de la montaña a las que los sencillos beduinos no podían dar una respuesta racional.
Además sobre uno de los riscos de Jilf al Kabir, Almásy descubrió diferentes círculos regulares de piedras colocados por manos humanas hace posiblemente cientos o miles de años. La falta de tiempo y de provisiones de agua impidieron al conde húngaro y a sus acompañantes realizar excavaciones para conocer si debajo de esos misteriosos círculos había alguna clase de tumba primitiva o alguna señal de los tibbu -los gigantes negros de los oasis.
A la búsqueda del ejército de Cambises
Tentado por la lectura de la Historia de Heródoto, Almásy fue capaz de seguir la pista a algunos acontecimientos sucedidos en la Antigüedad que para muchos habían pasado totalmente desapercibidos. Uno de ellos era la mención que hacía el historiador griego sobre la tragedia sufrida por el ejército persa de Cambises en el siglo VI antes de nuestra Era. Según relata Heródoto bajo el reinado del rey persa Cambises (525-522 a. C.), que por entonces gobernaba el Valle del Nilo, un ejército de 50.000 soldados partió desde el sureño oasis de Jarga hacia el norte con el fin de conquistar el oasis de Zeus Amón en Siwa, situado a unos 500 kilómetros al oeste de El Cairo. Todo parecía que se iba a convertir en otra exitosa operación militar del viejo Cambises. Sin embargo, nadie había contado con la presencia de “los elementos” y los estragos que pueden provocar. Después de cruzar el llamado Gran Mar de Arena, una franja desértica totalmente yerma que se extiende por la mayor parte de la vertiente oeste de Egipto, durante el desayuno de los soldados una tormenta de arena cubrió por entero al ejército de Cambises enterrando bajo la arena a los casi 50.000 persas.
La historia, alucinante donde las haya, fue relatada por el mencionado Heródoto y de forma paralela se ha transmitido hasta nuestros días en la tradición del oasis de Jarga, el lugar de donde salió el ejército. Almásy escuchó al kabir del oasis -el gobernador- que “ese ejército persa debe hallarse enterrado con armas y bagajes en algún lugar de los imponentes campos de dunas al sur de Siwa”.
Durante la exploración del Gran Mar de Arena, Almásy no consiguió dar con el ejército de Cambises. Pero sí que pudo comprender la situación meteorológica que rodeó a tan extraña desaparición. En su estancia en este mortífero lugar, sufrió la aparición de uno de los quibli más virulentos que se habían dado nunca en la zona. Se trata de una espeluznante ola de viento caliente capaz de originar las tormentas más desastrosas, similar, posiblemente, a la que acabó con el ejército persa hace 2.500 años.
Lo más que Almásy llegó a encontrar en el Gran Mar de Arena fueron unos alamat, gigantescos hitos de piedra erigidos por el ejército persa de Cambises, pero nunca encontró vestigios directos de los soldados. Cubiertos por miles de toneladas de arena de cambiantes dunas Almásy se preguntaba al cruzar el desierto “¿quién sabe en qué punto nos hemos abierto paso sobre la tumba de arena del ejército persa?”
La búsqueda del ejército de Cambises fue la última gran campaña de Almásy realizada, aunque sin éxito, en 1950. Enfermo de una disentería mal curada y después de los desagradables avatares que le tocó vivir durante la Segunda Guerra Mundial, el conde Almásy murió en Austria el 22 de marzo de 1951. Había dedicado toda su vida al estudio y exploración del desierto. Y a pesar del éxito obtenido, era consciente de que la providencia le había denegado el redescubrimiento de algunas cosas importantes como, por ejemplo, el ejército de Cambises. Pero lo entendía. Como el propio Almásy reconoció en su diario, “los antiguos dioses saben todavía defender los últimos secretos del desierto”.
Ayuda a los alemanes
En ocasiones la figura del conde Almásy ha sido mal vista debido a la ayuda que ofreció durante la Segunda Guerra Mundial a los alemanes. Ciertamente, todos los amigos que lo conocieron sabían que si por algo se caracterizaba este misterioso explorador era por su ambigua admiración a las dictaduras. Es más, durante la contienda bélica británicos, alemanes, egipcios e italianos, todos, creían que realmente trabajaba para el lado contrario. Lo que nadie puede poner en duda es que la llave del dominio de toda la vertiente norafricana pasaba por tener entre sus filas al mejor conocedor de esta tierra, Abu Ramla, el padre de la arena, es decir, Almásy. Y sin embargo, a pesar de que recibió la Cruz de Hierro después de la Guerra, todavía hoy, nadie intuye ni si quiera de lejos cuál fue el papel de Almásy y su trabajo para los alemanes.
Posiblemente, como han apuntado algunos de los que trabajaron directamente con él, la única causa que provocó su relación con los alemanes fue un simple cambio de intereses: ellos le proporcionaban material y a cambio, el podía continuar con lo que más amaba en este mundo, explorar el desierto.
© Nacho Ares 2001