Artículo publicado en la revista Misterios de la Arqueología y del Pasado nº17 febrero 1998
Más que un reconocido diplomático y no menos militar inglés de gran valía, Henry Creswicke Rawlinson fue ante todo el pionero más importante de la asiriología. Con el desciframiento de la escritura cuneiforme y el descubrimiento de la cultura sumeria, dio vida a la legendaria Mesopotamia, la tierra de donde surgió la civilización.
El lujoso salón principal de la sede de la Real Sociedad Asiática en Londres estaba, una tarde más, repleto de viejas lumbreras que más por moda que por afición, gustaban de reunirse para fumar y escuchar los nuevos descubrimientos de alguno de sus colegas en el tan en boga «orientalismo». En los aterciopelados sillones color burdeos del amplio salón, se amontonaban enclenques sabios dispuestos a humillar a uno de sus contrincantes más jóvenes. Sobre el crujiente estrado de madera se encontraba el Cónsul General Británico en Bagdad, un tal Mr. Rawlinson; para ellos no más que otro soporífero diplomático que ocupaba sus abundantes ratos de ocio en el vano intento de descifrar la misteriosa escritura cuneiforme empleando libros de historia de segunda.
La conferencia había dado comienzo. Lejos de caer en el aburrimiento, los asistentes a la charla comenzaron a sorprenderse por los planteamientos propuestos por aquel diplomático. Con el paso de los años, todos más o menos habían reconocido que el akkadio era la escritura más antigua en caracteres cuneiformes. Sin embargo, Rawlinson estaba hablando de un tipo de lengua desconocida escrita con los mismos caracteres, de la que el akkadio había tomado una serie de nombres. Esos nombres no pertenecían ni al semita ni al indoeuropeo, «parecen no pertenecer a ningún grupo de lenguas ni pueblos conocidos», afirmó Rawlinson apoyando sus manos sobre el estrado y mirando fijamente a su impresionado auditorio. Corría el año 1853. Rawlinson, Cónsul británico en Bagdad, acababa de redescubrir Sumeria para la humanidad.
Comienza un gran sueño
Henry Rawlinson -que después tomaría el nombre de la familia de su madre pasándose a llamar Henry Creswicke Rawlinson- nació el 11 de abril 1810 en Chadlington Park, en el condado de Oxfordshire (Inglaterra). Educado en la ciudad de Ealing (Middlesex), fue en su colegio en donde desde muy pequeño comenzó a apasionarse por la historia antigua, destacando muy pronto en latín y griego. Sin embargo, no tardó en aflorar en el espíritu del pequeño Henry otra de sus grandes pasiones, la vida militar. Así, cuando tan sólo contaba con dieciséis años de edad se alistó en el ejército británico, la manera más fácil de dar rienda suelta a todas sus aspiraciones de aventurero. Quizás fue esta la razón por la que Rawlinson no tuvo reparos en alistarse como cadete en el servicio militar de la Compañía inglesa de la India Oriental, país en donde viviría durante los próximos siete años, hasta 1833.
En su viaje a Bombay tuvo la suerte de coincidir en el barco con Sir John Malcom, diplomático y orientalista de gran renombre que acababa de ser nombrado gobernador de Bombay. Durante los largos días de travesía, Malcom introdujo a Rawlinson en el apasionante mundo de la historia antigua próximo oriental. Con él se inició en el estudio de varias lenguas como el indostano, el árabe y el persa moderno.
El gusto por la historia y su destreza para los idiomas le facilitaron sobremanera el trabajo durante su larga estancia en el agreste país extranjero, colocándose en cabeza del grupo de Bombay. A la par que estudiaba y desarrollaba una reconocida labor castrense, Rawlinson se hizo muy famoso por sus extraordinarias dotes para el polo y el atletismo, no en vano medía 1,83 metros, algo totalmente extraordinario para su época.
La inscripción de Behistún
Su excepcional currículum, en donde destacaba su dominio del persa moderno, le sirvió para que en 1833 las autoridades de su país le enviaran a Persia como intérprete del Servicio Británico de Información, alcanzando en poco tiempo la graduación de Mayor. En su nuevo destino debería cooperar en la reestructuración y modernización del caduco ejército persa en calidad de Consejero Militar del propio Sha, en la ciudad de Kermanshah. Rawlinson, con tan sólo veintitrés años de edad, ya era Asesor del gobernador del Kurdistán. Allí estudió también sánscrito y avéstico, lenguas que le sirvieron de gran utilidad años más tarde para traducir diferentes textos cuneiformes.
En sus ratos de ocio, Rawlinson llevaba a la práctica sus pinitos en orientalismo siguiendo los consejos recibidos por su maestro John Malcom. De esta manera, conoció de primera mano una de sus grandes pasiones, y a la que dedicaría el resto de su vida, la escritura cuneiforme. Gustaba de pasear a caballo por las zonas cercanas a su ciudad, teniendo acceso directo a multitud de yacimientos arqueológicos, y fue precisamente en uno de esos paseos cuando Rawlinson descubrió en 1835 una colosal inscripción encaramada en la pared rocosa de una montaña. Se trataba de la famosa inscripción trilingüe de Darío I (522-486 a. de C.) grabada en Behistún, la moderna Bisitun. El texto esculpido sobre la pared de esta montaña, situada en los montes Zagros en el Irán occidental, fue considerado «la piedra de Rosetta del cuneiforme». En esta roca, el mismo texto aparecía inscrito en tres lenguas diferentes, a la sazón persa antiguo, elamita y babilonio. La inscripción, cuyas dimensiones eran de 50 metros de largo por 30 de ancho, estaba decorada con unos relieves de la figura de Darío pisoteando a un enemigo y juzgando a otros nueve. Sobre ellos aparecía el dios Ahura Mazda (Ormuz), la divinidad suprema de los antiguos persas.
Para copiar el texto íntegro de la inscripción, Rawlinson tuvo que realizar auténticos juegos malabares, jugándose la vida en más de una ocasión para no caer a un vacío de 90 metros en la roca. Primero copió las líneas inferiores escritas en persa antiguo, aguantando el equilibrio en el reborde del risco, desafiando casi las leyes de la gravedad. Para finales de 1837, Rawlinson había traducido solamente los dos primeros párrafos. Habiendo localizado los nombre de varios reyes y países, Rawlinson fue identificando más y más signos hasta llegar casia la veintena. El mérito verdadero de su tarea como epigrafista y filólogo estaba en que él trabajaba sólo y mucho más rápido, ignorando los adelantos que grupos interdisciplinares realizaban a la vez que él en Europa. Ese mismo año, Rawlinson envió sus descubrimientos a Londres reclamando el título de descifrador de la escritura cuneiforme del persa antiguo. Y como nadie es profeta en su tierra, el mayor reconocimiento lo recibió de la Sociedad Asiática Francesa, nombrándole Miembro Honorario y realizando toda clase de gestiones para que Rawlinson estuviera al corriente de todos los descubrimientos que a la par se hacían en Europa.
En 1839, ayudándose de varias escalas y subido al último peldaño de éstas, consiguió copiar algunas de las líneas superiores «sin otro sostén que apoyar el brazo izquierdo contra la pared rocosa, mientras sostenía el cuaderno de notas con la mano izquierda y escribía con la derecha», según contaba el propio Rawlinson en su diario. Para esta fecha ya había traducido más de doscientas líneas de la inscripción trilingüe. Después de este año, tuvo que abandonar momentáneamente sus investigaciones debido a la guerra afgana, al participar en 1840 como agente consular en Kandahar y agente político en Arabia. Es precisamente en Kandahar donde Rawlinson jugó un papel destacado al mando de una caballería persa en la batalla librada el 29 de mayo de 1842. Dos años más tarde, la excepcional carrera de este pionero de la asiriología le lleva al consulado de Gran Bretaña en Bagdad.
Después de cuatro años de vacío, Rawlinson vuelve a retomar sus trabajo en la inscripción de Behistún. Curiosamente sus colegas europeos, en tanto tiempo, no habían dado alcance a los avances del ahora cónsul. Más mérito tenía el de Rawlinson cuando al mismo tiempo que dedicarse a Behistún, supervisó las excavaciones de Nínive y Babilonia, copiando toda clase de inscripciones que cayeran en su mano.
Con todo, las líneas superiores de la inscripción de Behistún seguían siendo inalcanzables para ser copiadas. Pero como venido del cielo, un día apareció por el lugar «un salvaje muchacho turco», según las propias palabras de Rawlinson, que ante los ojos atónitos de éste, se las arregló para ascender por una grieta hasta el lugar más alto de la inscripción. Allí, el muchacho colocó una estaca en la roca. Después cruzó, como si de un hombre araña se tratara, toda la inscripción hasta llegar al lugar opuesto en donde hincó otra estaca. Tendiendo sogas entre las dos estacas el joven curdo pudo desplazarse a lo largo de todo el relieve y sacar vaciados de cartón de los textos siguiendo las precisas instrucciones que desde abajo le asignaba un atónito Rawlinson.
Una década de trabajo
Finalmente en 1847, más de diez años después de haber comenzado los trabajos en la montaña de Behistún, Rawlinson podía decir que tenía copiada toda la inscripción de Darío I al completo. Aunque la traducción fue muy lenta -solamente cuatro años después publicará una tabla con más de 240 signos- los resultados se presentaban extraordinarios. Al final se pudo conocer que el relieve no representaba ni a un maestro de escuela enfrentándose a un grupo de alumnos recalcitrantes, ni a las tribus de Israel, tal y como se había creído hasta la fecha, sino que se trataba de una descripción de los triunfos de Darío I en su vasto reino.
Poco es lo que sabemos sobre el método empleado por Rawlinson para descifrar el cuneiforme. A través de sus cuadernos de notas se ha sabido que, por ejemplo, entreviendo en la inscripción de Behistún los nombres de los pueblos dominados por Darío y conociendo éstos por los textos de los antiguos griegos, pudo asignar valores a muchos signos del persa antiguo. De igual manera, su dominio del avéstico, del que se sabía que era procedente del persa antiguo, ayudó notablemente en los trabajos de Rawlinson.
El texto completo de la inscripción con comentarios y notas fue publicado finalmente el propio año de 1847 en Londres en el número 10 del Journal of the Royal Asiatic Society. De esta manera, el desciframiento de la escritura persa aqueménida abría nuevos caminos al estudio de otras lenguas más antiguas como el babilonio, el asirio, el akkadio, y lo más importante quizás de todo, el propio descubrimiento de Rawlinson de la existencia de una misteriosa cultura anterior al mundo akkadio hasta entonces ignorada: la civilización sumeria.
La prueba de fuego
Aún el reconocimiento velado de sus compatriotas contemporáneos, todavía existían muchas dudas sobre el valor real del trabajo realizado por Rawlinson a partir de la inscripción de Darío I en Behistún. Eran muchos lo que no acaban de reconocer que la escritura cuneiforme hubiera sido descifrada en su totalidad. Para demostrar que su método de desciframiento era correcto, Rawlinson no tuvo reparos en aceptar una especie de duelo con los tres orientalistas más importantes de su época: Jules Opert, Fox Talbot, y Edward Hincks, a propuesta de la Real Sociedad Asiática. La prueba consistía en traducir independientemente unos de otros y empleando el método original del diplomático inglés, una inscripción inédita de Tiglatpiliser I. El éxito no se hizo esperar. Todos llegaron al mismo resultado, publicándose la inscripción en 1857 por la misma Sociedad.
De vuelta a Inglaterra para asentarse definitivamente en su país natal, Rawlinson dedicó todo su tiempo en trabajar para el Museo Británico de Londres. Junto a E. Norris y G. Smith se dedicó a la recopilación de textos asirios publicándolos en seis volúmenes bajo el título de The cuneiform inscriptions of Western Asia, trabajo que le llevó hasta 1880. Al mismo tiempo desarrolló una importante labor política como parlamentario destacado en Asia Central.
Junto a su hermano George, dos años menor que él, se hizo popular por una de las mejores traducciones al inglés de la obra de Heródoto, publicada con unos interesantes comentarios en 1876.
Entre sus obras más destacadas están The Persian cuneiform inscription at Behistun (1846), y History of Assyria, as collected from the inscriptions discovered in the ruins of Niniveh (1852). También de su labor diplomática publicó varios libros de carácter histórico-político.
Con un título de Sir a sus espaldas, como el reconocimiento de su país natal por su trabajo, y casado con una hija de la ilustre familia Seymur, Rawlinson no consiguió que su descendencia siguiera sus mismos pasos en la asiriología, aunque sí en el mundo militar. Su hijo, también de nombre Henry y primer barón de Rawlinson, fue un destacado comandante del ejército británico en la India y África.
El final de un genio
Si bien nadie duda que Rawlinson fue el descifrador definitivo de la escritura cuneiforme babilónica, muchos investigadores siguen planteando serias dudas sobre la legitimidad de las circunstancias que rodearon al trabajo de Rawlinson. Y es que, al contrario de lo que
sucedió con Champollion, Rawlinson nunca llegó a explicar el camino que siguió para alcanzar su desciframiento. Por otra parte, un estudio reciente de sus cuadernos de notas
ha demostrado que tomó más de un apunte de los estudios del erudito y colega Edward Hincks, un clérigo irlandés, haciéndolos como propios. Con todo, la aportación de este aventurero es trascendental para el comienzo de una nueva ciencia.
El 5 de marzo de 1895, en Londres decía el último adiós el que a partir de entonces fue considerado «padre de la asiriología y de la arqueología británica». Más erudito y filólogo que epigrafista, Rawlinson poseyó una intuición singular que le permitió ir más allá de todos sus contemporáneos, la misma que disfrutaron otros genios como Champollion o Michael Ventris, para el jeroglífico egipcio y el lineal B respectivamente.
El cuneiforme
Este tipo de escritura, cuyo nombre proviene de la forma de sus caracteres, semejantes a una cuña, nace posiblemente al norte del Golfo Pérsico en una zona pantanosa, la antigua Sumeria, en donde abundaba la arcilla, apta para esta escritura. Durante el III milenio a. de C. esta grafía es adaptada por los akkadios (ca. 2400 a. de C.) y extendida por todo el Próximo Oriente.
En un principio la escritura cuneiforme era ideográfica como los jeroglíficos egipcios. Así el dibujo esquemáticos de un pájaro significaba «pájaro» o el de la cabeza de un buey significaba «buey». Con el paso del tiempo, y en vistas a la necesidad de expresar pensamientos abstractos que no tienen una realidad física con que identificarlos, algunos ideogramas pasaron a tener valor silábico.
Entre los derivados de la escritura cuneiforme está el asirio (ca. 1250 a. de C.) -un dialecto del akkadio- que consta de unos 600 signos, la mayor parte de ellos todavía ideográficos. El elamita (ca. 1700 a. de C.), un estadio más avanzado que el akkadio, es una lengua predominantemente silábica que se compone de poco más de 120 signos. Para complicarlo más, el persa (s. VI a. de C.) solamente tenía 36 caracteres alfabéticos, 4 ideogramas y una palabra divisoria, en total 41 signos.
© Nacho Ares 2015