Este artículo lo publiqué en la Revista Enigmas en 2001 y poco después apareció como pasaje de la primera entrega de mi libro La Historia Perdida. En SER Historia dedicamos un programa a la Gioconda que puedes escuchar en este podcast.
La universalmente conocida Mona Lisa, pintada a comienzos del siglo XVI por el genial artista italiano Leonardo da Vinci, posee un secreto aún mayor que el de su misteriosa sonrisa. Las crónicas hablan de la existencia de “otra” Mona Lisa pintada por el mismo Leonardo, prácticamente idéntica, pero con una característica muy especial: seguramente se trate de la auténtica Gioconda.
Como defiende el investigador británico Colin Wilson en su libro Unsolved Mysteries, (“Misterios sin solución”, London 2000), una pregunta del tipo a ¿dónde está Mona Lisa?, puede resultar un tanto evidente. Todos podríamos contestar al unísono: en el museo del Louvre. Sin embargo, la cuestión no es en absoluto tan sencilla. Existen varios documentos contemporáneos a la ejecución del cuadro (principios del siglo XVI) como el libro de Giorgio Vasari (1511-1574) Vidas de los mejores pintores, arquitectos y escultores italianos (1550, revisado en 1568) o incluso un boceto realizado por el mismísimo Rafael Sanzio (1483-1520) sobre el retrato de la Gioconda, que dan a entender la existencia de, al menos, dos cuadros diferentes, y que se corresponderían con otros tantos retratos de mujeres también distintas. Al parecer, todos pertenecerían al sin par pincel de Leonardo pero solamente uno de ellos sería la figura de la verdadera Madonna Lisa Gherardini, tercera esposa de un acaudalado comerciante florentino, el marqués Francesco Bartolomeo del Giocondo, veinte años mayor que ella y con quien había contraído matrimonio en 1495. Y lo más curioso de todo: la famosa “Gioconda” del Louvre no sería quien dice ser, sino una mujer desconocida.
El viaje de la Gioconda
Leonardo da Vinci (1452-1519) conoció hacia el año 1500 a Mona Lisa (Mona es el diminutivo de Madonna) cuando ésta contaba con 24 años de edad. Dice la tradición que cuando Leonardo se encontró con ella, la joven acababa de perder un hijo, circunstancia que le sumió en la más absoluta de las tristezas. Para intentar remediarlo, su marido contrató los servicios de músicos y bufones con el fin de que alegraran su existencia. Sin embargo, Vasari solamente menciona el detalle de la presencia de los músicos “para rehuir esa melancolía que se suele dar en la pintura de retratos.”
En cualquier caso, por alguna razón extraña que ninguno de los biógrafos de Leonardo ha sabido responder, el pintor italiano se obsesionó con Lisa, no separándose nunca más de aquel misterioso retrato. Algunos han especulado con la posibilidad de que, ya cincuentón, Leonardo se hubiera enamorado perdidamente de su belleza, probabilidad bastante remota, por otra parte, debido a la casi segura homosexualidad del artista. De todas formas, lo importante para el caso que aquí nos reúne es que Leonardo comenzó su retrato más o menos hacia 1500, trabajando en él durante varios años debido a ese perfeccionismo del que Leonardo hacía gala.
El ya aludido Giorgio Vasari, protegido de la célebre familia florentina de los Médicis, cuenta en sus Vidas de los mejores pintores que Leonardo abandonó Florencia dejando el retrato inacabado, matizando además que “esta obra la tiene hoy el rey Francisco I de Francia, en Fontainebleu…” ¿Se está refiriendo Vasari al mismo cuadro que ahora se conserva en el Louvre, que procede de las colecciones reales, y que le costó a Francisco I, según cuenta en 1642 el padre Dan, 12.000 francos (4.000 escudos de oro)?
Tampoco hay que olvidar que Vasari hace mención a algunos detalles que contradicen la identificación de la Gioconda con la copia del Louvre. El historiador del arte italiano comenta que “en las cejas (de la Gioconda) se apreciaba el modo en que los pelos surgen de la carne, más o menos abundantes y, girados según los poros de la carne, no podían ser más reales”. Curiosamente la Gioconda del Louvre no tiene cejas ni pestañas. La razón de esta ausencia, según algunos críticos como José Pijoan, se debe al mal estado de conservación del cuadro y al irremediable paso de los siglos. Sin embargo, las radiografías realizadas a la obra del Louvre en las últimas décadas dan a entender claramente su perfecto estado de conservación.
A partir de este momento, hacia el año 1517, es precisamente cuando la historia de la Gioconda se entremezcla con la leyenda, bifurca sus caminos y se enreda su misteriosa epopeya. Si a este hecho añadimos la aparición de nuevos documentos y supuestas copias originales del propio Leonardo o de su escuela, no tardaremos en concluir que la identificación del cuadro del Louvre con Mona Lisa del Giocondo está algo más que insegura.
Un retrato inacabado
Otros especialistas, sin embargo, defienden que Leonardo a su marcha de Florencia, dejó el retrato inacabado al marqués Francesco del Giocondo con la intención de finalizarlo en otro momento. Como bien ha señalado José Pijoan, “no se concibe que el retrato de una dama de la categoría de Mona Lisa pudiera correr a la deriva como sucedió con la Gioconda”. ¿Existen en realidad dos “Mona Lisa”, una italiana inacabada y otra ahora en el Louvre, finalizada? ¿Y si es así, quién de las dos es realmente la Gioconda o los dos cuadros representan a la misma dama?
Preguntas de este estilo saltan a la mente del investigador cuando se leen algunas de las crónicas contemporáneas de la obra de Leonardo da Vinci. Otro historiador del arte, llamado Giovanni Paolo Lomazzo, publicó en el año 1584 un libro sobre pintura, escultura y arquitectura similar al de Vasari. Sin embargo, añadió un detalle esclarecedor que acabó por desconcertar a los estudiosos. En su libro, Lomazzo habla claramente de “la Gioconda y la Mona Lisa”, dando a entender que se trataba de dos obras totalmente distintas. Efectivamente, podría tratarse de un error de interpretación. Sin embargo, no hay que olvidar que el libro de Lomazzo estaba dedicado a Don Carlos Emanuele, el Gran Duque de Saboya, reconocido y ferviente seguidor de la obra de Leonardo da Vinci. ¿Aceptaría el Duque Don Carlos tan inexcusable error en la obra de Lomazzo sin intentar enmendarlo en las ediciones sucesivas del libro? No lo creemos.
Pero las pistas que dan a entender la existencia de varios cuadros no se quedan en las menciones literarias. Otro detalle esclarecedor, como hemos adelantado un poco más arriba, lo encontramos en el hecho de que en el año 1504 Rafael tuvo la oportunidad de visitar el taller de Leonardo en Florencia. Allí observó el cuadro de la Mona Lisa y realizar in situ un boceto del mismo. En este boceto, conservado hoy en el mismo Louvre, se advierte un detalle que ha sido empleado por algunos críticos de arte para encontrar a la verdadera Gioconda en otras obras atribuidas a Leonardo. En el boceto de Rafael se pueden ver detrás de la dama dos columnas griegas; columnas que parecen haberse perdido en la versión del Louvre…
¿Quién es la dama del Louvre?
Otro documento importante parece echar nueva luz sobre la identidad de la mujer representada en el cuadro parisino. Cuando Leonardo trabajaba para la corte de Francisco I en 1517 y estaba instalado por cuenta de éste en el castillo de Amboise, el 10 de octubre recibió la visita de un cardenal que tuvo la oportunidad de estar en los aposentos del propio pintor. Allí se encontraban tres de sus cuadros favoritos. Antonio de Beatis, el secretario del prelado, puso por escrito el testimonio de lo que les relató el propio Leonardo. Según el texto, el primer cuadro era un San Juan Bautista vestido con los atributos del dios romano Baco; el segundo era Santa Ana con la Virgen y el Niño en su regazo y finalmente un cuadro de cierta dama florentina hecho del natural a instancias del fallecido Magnífico Juliano de Médicis. Muchos críticos creen que se trataba de la Gioconda que hoy se conserva en el Louvre. Si realmente Beatis vio el mismo cuadro que hoy cuelga de una de las salas del Louvre, la dama en cuestión no sería en absoluto la Lisa del Giocondo sino Constanza d’Avalos, la amante de Giuliano de Médicis. Y podría ser cierto ya que la mujer del Louvre muestra una edad que supera la treintena, como sucedía con Constanza d’Avalos, y no da la sensación de tener poco más de 20, como el caso de la verdadera Lisa del Giocondo.
Todas estas preguntas tocan fondo en el ámbito de la especulación. Es entonces cuando entran en juego las otras “Giocondas”, posiblemente atribuibles a Leonardo y que claman ser, cada una por separado, la verdadera Mona Lisa. El ejemplo más conocido quizás sea el de la llamada Gioconda de Isleworth, en Gran Bretaña.
Segundas copias
En Londres se piensa que hay evidencias claras para demostrar que la Mona Lisa original fue traída desde Italia a Inglaterra a mediados del siglo XVIII, encontrándose en una casa solariega de una familia acomodada de Somerset. Justo antes de la Primera Guerra Mundial fue descubierta por el experto en arte renacentista Hugh Blaker en la ciudad de Bath, una población del suroeste de Inglaterra, a orillas del río Avon. Allí la adquirió en 1914 por unas pocas guineas y la llevó a su estudio de Isleworth y desde entonces pasó a ser conocida como la Mona Lisa de Isleworth. Para defender tal hipótesis salió a la luz un libro de J. R. Eyre cuyo título hace obvio cualquier clase de comentario, Las dos Mona Lisas: ¿Cuál era el cuadro de la Gioconda?: diez datos directos, distintivos y decisivos en favor de la versión de Isleworth, y algunas opiniones recientes de expertos italianos (London 1923).
Años después, en 1962, el retrato fue adquirido por una cantidad desorbitada por el consorcio del coleccionista de arte, el suizo Henry F. Pulitzer. Cinco años después, el mismo Pulitzer publicó un libro titulado Where is the Mona Lisa? (“¿Dónde está la Mona Lisa?”) en el que defendía la autenticidad del cuadro, no solamente en lo que respecta a la autoría de Leonardo sino de la identificación con Lisa del Giocondo.
La Gioconda de Isleworth (85 x 66 cm) es una obra más grande que el retrato del Louvre (77 por 53 cm), se encuentra inacabada al estar el paisaje del fondo apenas esbozado y lo más importante de todo, tienes cejas y pestañas. Por ello, Hugh Blaker estaba convencido de que su cuadro se acercaba más a la descripción realizada por Giorgio Vasari. Pero, lo más sorprendente, quizás, era la presencia de dos columnas griegas al final de la galería en la que posaba la joven florentina, dando la razón así al boceto realizado en 1504 por Rafael en el estudio de Leonardo.
A pesar de todo, la incógnita sigue planeando sobre la obra de Leonardo. Son numerosos los críticos de arte que han querido ver en el genial retrato del Louvre un carácter misterioso y novelesco, un significado casi esotérico en su enigmática sonrisa, su mirada de esfinge, e incluso hay quien ha visto en Mona Lisa un autorretrato del propio Leonardo (sic). Sin embargo, podemos tener por seguro que si el propio pintor italiano escuchara algunos de estos comentarios o bien no entendería de qué se está hablando o bien se mondaría de la risa. Quizás habría que ser más cautos en nuestros comentarios ya que, sea quien sea la mujer del cuadro del Louvre, no por simple pierde un ápice de su infinita belleza.
Nuestra propia “Gioconda”
Las dudas sobre la identificación de la enigmática mujer que retrató Leonardo llegaron incluso hasta España. El Museo del Prado de Madrid exhibe en la sala número LVI b un cuadro que bajo el título de Gioconda, óleo sobre tabla, hace estremecer al visitante poco ducho en pintura renacentista. Se trata en realidad de una copia del famoso cuadro leonardesco, posiblemente realizada a lo largo del siglo XVI por un pintor español. Salta a la vista la ausencia del paisaje, si bien es cierto que el propio retrato de la mujer es prácticamente idéntico a excepción del color de las mangas del vestido que en el cuadro del Prado son rojas y en el original de París, de color claro.
Aún así, hasta que no se realizó un estudio exhaustivo del cuadro madrileño en donde se vio que la técnica no era en absoluto igual de depurada que la de Leonardo, durante muchos años, quizás desde su adquisición por las colecciones reales en el siglo XVII, se pensó que se trataba de un original del propio artista italiano. Curiosamente, la copia del Prado sí tiene cejas y pestañas tal y como describía Giorgio Vasari cuando tuvo oportunidad de ver la obra original a mediados del siglo XVI. En 2012 salió a la luz la restauración y limpieza del cuadro. Se eliminó el fondo negro y se dejó ver el fondo original de la obra. Fue entonces cuando el retrato cobró más importancia y se vinculó incluso a la mano del propio Leonardo.
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