Este artículo lo publiqué con el título “Egipto: ¿Cuna del Nuevo Testamento?” en el monográfico nº32 de la revista Más Allá de la Ciencia en el mes de abril del año 2000.
El contenido de este artículo lo puedes completar con La herencia egipcia.
Calificado como el libro de sabiduría más antiguo del mundo, las Máximas de Ptahhotep, junto a muchos cuentos de la tradición popular egipcia, son consideradas por los expertos como una de las fuentes literarias más importantes de la que, miles de años después, bebió la tradición de los primeros siglos del cristianismo. Buena prueba de ello son algunos pasajes del Nuevo Testamento que describen la vida de Jesús, cuya similitud con los antiguos textos egipcios de época faraónica es asombrosa.
Cuando afirmamos que Egipto es la auténtica cuna de nuestra civilización no se trata en absoluto de una exageración ni de una frase gratuita. Podríamos considerar, incluso, que nuestra civilización occidental es el producto deformado de una maravillosa herencia egipcia. Algunos retazos de nuestra escritura como el signo de exclamación (!), nuestro propio abecedario, la cerveza, los juegos de damas o el de la oca y la tradición europea de regalar huevos durante la Pascua, son, por mencionar solamente unos ejemplos, algunos de los posos culturales que han permanecido en nuestro entorno desde la época faraónica y que normalmente se nos pasan totalmente desapercibidos.
Ahora bien. El campo en el que mayor influencia tuvieron los antiguos egipcios es, quizás y aunque sorprenda, el religioso. A nuestra tradición cristiana fueron adhiriéndose multitud de matices que durante milenios habían sido exclusivos de la cultura de los faraones como la imagen de la diosa Isis, interpretada en nuestro acervo religioso como la Virgen María, o la conocida escena de san Jorge y el dragón que no es más que una nueva lectura de la afrenta mítica entre el dios Horus y su tío Set por el asesinato de Osiris a manos de éste. En definitiva, Egipto ofreció al mundo judeo-cristiano de los primeros siglos un vasto influjo cultural que posee su máximo exponente en la tradición literaria bíblica y más en concreto en el Nuevo Testamento. Para muchos investigadores, los cuatro evangelios, forman una auténtica pasarela por la que han desfilado multitud de textos sapienciales egipcios. Aquí ofrecemos algunos de los ejemplos más insólitos.
Las máximas del sabio funcionario
No es extraño encontrarse a lo largo de Antiguo Testamento continuas expresiones sacadas de la lengua egipcia o alusiones sapienciales descaradamente extraídas de la tradición faraónica. Según señala la egiptóloga alemana Emma Brunner-Traut, en este grupo tendríamos que incluir a los proverbios de Salomón o muchos de los poemas del Cantar de los Cantares, que emplean algunas de las más vivas imágenes de la poesía amorosa del antiguo Egipto. Tampoco tenemos que olvidarnos del famoso himno a Atón, escrito de su puño y letra por el herético Amenofis IV, Akhenatón, y que fue vertido por la tradición judía, casi íntegramente, en el salmo 104 del Antiguo Testamento.
Para el tema que aquí tratamos, el Nuevo Testamento, los testimonios son si cabe mucho más claros. Gracias a los escritores antiguos que pusieron en boca de Jesús algunos textos de origen oriental y en este caso egipcio, hemos podido conocer muy de cerca la abrumadora influencia que la civilización del valle del Nilo ha tenido sobre nuestro propio entorno cultural.
Entre todas las fuentes empleadas por la tradición en el Nuevo Testamento, una de las más conocidas son las máximas del sabio Ptahhotep, visir del faraón Djedkare Isesi en la V dinastía del Imperio Antiguo egipcio (2350 a. C.), tal y como deja claro el propio funcionario al comienzo del texto. Escritas por su nieto, la tumba del sabio y visir Ptahhotep puede visitarse en Sakkara.
Conservadas en la actualidad en cuatro copias, la más importante de ellas en la Biblioteca Nacional de París con el nombre de papiro Prisse, las Máximas o Instrucciones de Ptahhotep se componen de un corpus de 37 reglas, más un prólogo y epílogo. Expuestas en un orden sin lógica aparente, las máximas tocan los aspectos más importantes de las relaciones humanas, haciendo especial hincapié en las virtudes básicas de la persona. Éstas se refieren al autocontrol, la moderación, la amabilidad, la generosidad con el prójimo, el sentido de la justicia en una sociedad ecuánime, la discreción en la vida diaria, la ayuda al desvalido, etcétera. Empleado en las escuelas para realizar ejercicios de redacción y transcripción, este libro era, en teoría, el vademécum de los funcionarios del estado egipcio y en especial de los visires del faraón. Éstos debían demostrar ante el rey ser portadores de todas estas virtudes antes de pasar a desempeñar sus funciones públicas.
Entre las 37 máximas propuestas por Ptahhotep destacan aquellas que expresan los mismos valores manifestados por Jesús en algunas de las parábolas más conocidas: “da pan al hambriento, cerveza al sediento y ropa al desnudo; Si eres hombre sabio, construye una casa y funda un hogar. Ama a tu esposa como conviene, aliméntala y vístela; aquello que se realiza es lo que Dios decide y no lo que quieren los hombres; toma un consejo tanto del ignorante como del sabio; un propósito prudente es más raro que una piedra preciosa, pero se puede oír de sirvientes encorvados sobre una rueda de molino; …”
Puede parecer normal que por evolucionismo todos los seres humanos se dirijan hacia los mismos valores éticos. Sin embargo, no deja de ser excepcional que las expresiones para manifestar estos sentimientos sean prácticamente idénticas en labios de Jesús como, miles de años antes, en los papiros egipcios.
Pero son múltiples los enigmas históricos que todavía planean sobre este antiguo texto sapiencial, para muchos el más antiguo del mundo. El análisis del papiro de Ptahhotep parece indicar que fueron puestas por escrito en algún momento impreciso del Imperio Medio, es decir, casi cuatro siglos después de su posible creación. A pesar de todo, nada parece indicar que fuera el propio Ptahhotep el autor de estas hermosas sentencias. Las investigaciones llevadas a cabo sobre el texto, más bien señalan que fue algún tipo de tradición oral la que acabó ligando la paternidad de este documento con la figura del visir de Isesi. Además los egiptólogos tampoco conocen la razón por la cual Ptahhotep fue célebre en su época e identificado años después con la sabiduría.
Osiris y Jesús: ¿una misma persona?
No es nueva la identificación de Jesús de Nazaret con la imagen del dios de la muerte Osiris. En la historia que rodea a estos personajes son tan numerosos los elementos comunes que es inevitable pensar en la más que probable posibilidad de que el redactor del Nuevo Testamento tomara literalmente elementos de la tradición egipcia. Por ejemplo, tanto Osiris como Jesús fueron traicionados al final de sus días por alguien muy cercano a ellos (su hermano Set, en el caso de Osiris y el apóstol Judas en el de Jesús). Además, según los textos, ambos resucitaron al tercer día después de morir de forma trágica, Jesús en la cruz y Osiris enterrado vivo en un sarcófago.
En otro tipo de documentos, no menos interesante resulta el análisis de la llamada confesión negativa que según los textos funerarios egipcios el difunto debía enumerar ante el tribunal de Osiris. Dicho tribunal estaba compuesto por 42 jueces, y cada uno de ellos representaba a una de las 42 provincias o nomos en los que se dividía Egipto. Por medio de esta confesión, que aparece detallada en el capítulo 125 del famoso Libro de los Muertos (1500 a. C.), desfilan muchas de las bienaventuranzas descritas por Jesús en el monte ante sus discípulos (Mateo 5, 1-11). Con ayuda de esta máxima, el difunto se declaraba inocente de una serie de delitos, o de haber realizado algún acto éticamente incorrecto como robar, mentir, matar, defraudar en las medidas de grano, etcétera. Al mismo tiempo, parte de la confesión consistía en defender todas las virtudes que se suponían haber poseído en vida como defender al huérfano, alimentar al hambriento, saciar la sed del sediento, ayudar a la viuda y al desamparado, etcétera; repitiendo de alguna manera algunas de las antiguas máximas de Ptahhotep.
Dentro de este corpus de textos religiosos, deberíamos incluir una tradición bastante asombrosa: la que hace referencia a la curiosa similitud existente entre los Reyes Magos y la leyenda que acompaña al nacimiento del dios Horus, hijo de Isis y Osiris. Según la leyenda egipcia, el dios con cabeza de halcón nació en los marjales del Delta siendo visitado a los pocos días por cuatro extraños reyes. Cada uno de ellos era el mandatario de uno de los cuatro pilares extremos sobre los que se sustentaba el cuerpo celeste de la diosa Nut, en cada uno de sus cuatro puntos cardinales. Al igual que los magos presentados en el evangelio de Mateo (2, 1-12), cada uno de estos visires egipcios traía consigo ricas ofrendas para regalar al niño divino recién nacido. No deja de ser curioso que sea un evangelio apócrifo el que especifique la presencia de cuatro magos -Mateo no proporciona ni el número ni los nombres-, portando el cuarto de ellos un misterioso libro, llamado de Set, lo que relaciona de forma tajante esta tradición con la cultura egipcia.
El folklore popular del Nilo
Más insólito es el resultado que podemos extraer de la comparación de algunos pasajes bíblicos de la vida de Jesús con la más pura tradición popular egipcia: los cuentos.
Quizás es el que relata la vida de Si-Osire y su padre Setón, el que más paralelismos posee con la propia vida del nazareno. Solamente se conserva una copia de este cuento en el Museo Británico de Londres. Se trata del papiro BM604, datado en el siglo I de nuestra Era, copiado en escritura demótica, aunque seguramente esté basado en una tradición mucho más antigua, remontada al mundo de los faraones.
El propio nacimiento del protagonista de este cuento, Si-Osire (literalmente, el hijo de Osiris, es decir, el hijo de Dios), se hunde en una enrevesada trama onírica en la que un personaje anuncia a sus padres el futuro nacimiento de un niño que será universalmente conocido por sus extraordinarios prodigios. No cabe duda de que esta circunstancia recuerda de una manera clara a la anunciación del ángel a la Virgen María y la confirmación del nacimiento del Mesías a su esposo José por medio de otro sueño revelador.
Pero el pasaje más claro del cuento del pequeño Si-Osire, que refleja con precisión su influencia en la tradición del Nuevo Testamento, es el sorprendente modo de actuar del nazareno ante los doctores en el templo de Jerusalén cuando solamente contaba con 12 años de edad (Lucas 2, 42). Según el cuento egipcio, Si-Osire, con la misma edad, precisada en el texto, maravilla por su elocuencia a los escribas de la Casa de la Vida del templo de Ptah, considerándosele desde entonces un auténtico niño prodigio.
Además de que en el evangelio apócrifo de santo Tomás, encontramos muchas más similitudes entre los prodigios de Jesús y los de Si-Osire, el propio desarrollo del cuento, con su parte moralizante entorno al tema del hombre rico y el pobre es prácticamente idéntica a la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro del evangelio de Lucas (16, 19-31). En ella se da a entender que en el Juicio Final cada persona será juzgada por sus obras y no por su clase, culminando nuestra propia evolución tras seguir paso a paso los diferentes estadios de una suerte de camino iniciático.
Una realidad literaria innegable
Resulta complicado esclarecer la razón de la similitud entre algunos pasajes de la vida de Jesús y la tradición egipcia. Todos los investigadores están de acuerdo en pensar que como religión nueva que era, el cristianismo se vio obligado a reutilizar otras tradiciones mucho más antiguas aunque fueran paganas, transformando su apariencia y respetando el contenido ético.
Para algunos investigadores como Llogari Pujol y Claude-Brigitte Carcenac, los propios evangelios, el Talmud y otros textos de origen hebreo dan a entender que Jesús pasó parte de su infancia en tierras de Egipto. Este momento tuvo que haber sido después de haber realizado una primera visita, cuando todavía era un recién nacido, junto a su familia, por el edicto de Herodes I el Grande, y su vuelta a Palestina tras la muerte de éste en el año 4 a. C. Fue precisamente en Egipto, el país en el que pudo haber tenido acceso en los templos sagrados de los iniciados a toda el acervo cultural en forma de máximas o cuentos; en definitiva, la sabiduría que años más tarde pregonaría en forma de parábolas en su etapa pública.
Para Pujol, por ejemplo, el origen del cristianismo se asienta en la ciudad mediterránea de Alejandría, auténtico centro del saber en la época antigua, después de la caída de la todo poderosa Atenas de Pericles en el siglo V a. C. Allí debió de existir una comunidad judía que decidió instaurar un nuevo culto tomando como referencia algunos aspectos de la antigua cultura egipcia, después de que fuera destruido el Templo de Jerusalén por los romanos en 135 d. C.
No olvidemos, en cualquier caso, que no son pocos los filósofos y sabios que han pasado por Egipto en busca del origen de un pensamiento milenario y universal. Entre los siglo VII y IV antes de nuestra era, Egipto fue visitado por sabios y filósofos griegos de la talla de Tales de Mileto Pitágoras, Solón, Platón, o Aristóteles. Éstos no fueron más que los antecesores que abrieron una vía de pensamiento nueva de la que el cristianismo, apoyándose en la figura inigualable de Jesús, transmitió al resto del mundo.
Otras tradiciones egipcias en el cristianismo
Además de la propia impregnación cultural que sufrió el cristianismo en los albores de su historia, no debemos de olvidar los diferentes aditamentos que con el paso de los siglos se le fueron añadiendo, especialmente a lo largo de la Edad Media y por medio de las grandes sociedades secretas. Muchos de estos añadidos provenían de Egipto y tuvieron un claro reflejo en la arquitectura gótica, especialmente en Francia, dando a entender con ello un claro deseo de recuperar algunos de los antiguos cultos paganos.
En esta nueva religión, que podríamos calificar de ecléctica, y que destacaba más por su carácter apocalíptico, no es extraño encontrar en su arquitectura descarados mensajes encubiertos sobre la antigua religión solar de los egipcios. Por ejemplo, como señala la egiptóloga Christine-Desroches Noblecourt, en las catedrales francesas de Vezelay y de Autun, construidas en el siglo XII, podemos descubrir junto a la imagen de Jesús como pantocrátor, la insólita representación de un zodíaco egipcio. A esta idea habría que añadir la hipótesis del francés Louis Charpentier que defiende la posibilidad de que las catedrales del norte de Francia consagradas a la imagen de Notre-Dame, y que según este investigador dibujan sobre la tierra el trazado de la constelación de Virgo, sean realmente un punto de adoración encubierto de la figura de María Magdalena, cuya cercanía con la diosa de Isis es manifiesta.
Tampoco debe de extrañarnos tanto. Otro de los puntos de conexión entre el antiguo Egipto y la tradición cristiana europea viene a partir del célebre Tarot. Tal y como señala el investigador y escritor Sebastián Vázquez, posiblemente fuera la figura de san Antonio Abad (251-356), anacoreta que vivió en la tebaida y fundó la vida monástica en oriente, quien tomara de la milenaria tradición egipcia algunos símbolos mágicos que luego se reflejarían en las famosas cartas del Tarot egipcio que hoy conocemos.
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