Publicado en la revista Más Allá Abril 2013
Puedes ver el reportaje que sobre este tema hicimos en Cuarto Milenio: Operación Micerinos
Desde 1838 los restos de un naufragio ubicado frente a las costas de Cartagena son el nuevo hogar para el sarcófago del faraón Micerinos, uno de los grandes constructores de las pirámides de Gizeh. Más allá de los problemas burocráticos que plantea su extracción, la apasionante historia del naufragio y las respuestas que podría dar sobre el significado de las pirámides, son razones sobradas para hacer que el sarcófago vea algún día la luz.
Aquel sábado 13 de octubre de 1838 parecía ser un día típico otoñal más. El barco mercante -concretamente una goleta- llamado Beatrice, había hecho escala en Malta procedente del puerto egipcio de Alejandría. En pocos minutos y después de abastecerse de provisiones para las próximas semanas, retomaría el camino echándose de nuevo a la mar en dirección a Gran Bretaña.
Pero lo que en un principio se preveía como un viaje más, se convirtió con el paso de los días en una desgraciada tragedia. Las condiciones climáticas, en un principio favorables, fueron cambiando paulatinamente hasta dar lugar a una terrible tormenta. Poco es lo que pudieron hacer los tripulantes del Beatrice contra los elementos. En pocos minutos el gigantesco barco no pudo hacer frente a la intensa lluvia y al fuerte oleaje que se había producido, sumergiéndose para siempre en aguas del Mediterráneo. Por suerte, la tripulación al completo encabezada por el capitán Wichello, pudo salvarse del naufragio.
El hundimiento del barco hubiera pasado totalmente desapercibido de haber transportado simple carga comercial. En aquella época eran decenas los barcos que al cabo del año acababan sus días en los fondos de un océano o de un mar. Sin embargo, en las bodegas del Beatrice había algo especial que ha hecho trascender su nombre a la historia de la egiptología. Descubierto por el entonces coronel Richard William Howard Vyse (1784-1853), en las oscuras entrañas de esta goleta reposaba el sarcófago de uno de los grandes faraones de la historia de Egipto, Micerinos o Menkaure, según el propio nombre egipcio, cuya pirámide en Gizeh permanece impasible al paso del tiempo junto a sus gigantescas compañeras.
Diario de un naufragio
Para retomar el comienzo de esta fascinante historia tendríamos que retroceder hasta otro sábado, esta vez el 29 de julio de 1837. Por aquel entonces, apenas habían transcurrido cuatro meses después de que el propio Vyse realizara en las cámaras de descarga de la Gran Pirámide el tan polémico descubrimiento del nombre de Keops. Una vez más, acompañado de su inseparable colaborador, el ingeniero John Shae Perring, y continuando la búsqueda comenzada por el hijo de Saladino en el año 1196, los dos aventureros británicos descubren en la cara norte de la pirámide de Micerinos la entrada original al monumento.
Casi 5.000 años de silencio cubrían con un grueso velo la historia de esta construcción. Un velo formado por gigantescos bloques de granito rojo que daban a la pirámide de Micerinos un aspecto diferente al de las otras dos pirámides de Gizeh, las de Keops y Kefrén. Aunque es la más pequeña de las tres -su base cuadrada mide aproximadamente 105 metros de lado, con una altura original de 65,5 metros y una pendiente en sus cuatro caras de 51 grados-, en su interior se desarrolla un intrincado zigzaguear de pasadizos y cámaras que la convierten en un monumento único.
Sin embargo, poco es lo que pudieron encontrar Vyse y Perring en su interior. Los grafitos árabes que había sobre las paredes del interior de la pirámide denotaban la presencia de algún visitante furtivo, nadie sabe cuánto tiempo antes que ellos.
Pero tal hazaña había merecido la pena. Empleando métodos poco ortodoxos comparados con los de la arqueología moderna, los dos británicos se introdujeron en el interior de la pirámide, en donde pudieron realizar un curioso descubrimiento en la cámara mortuoria. Precisamente allí, junto a la pared oeste de la sala, pegado casi a la esquina noroeste, encontraron un sarcófago de basalto rectangular cuyas medidas eran 2,43 metros de largo, 0,94 metros de alto y 0,88 metros de ancho.
Gracias a los dibujos realizados por Perring y publicados entre 1840 y 1842 en la obra de Vyse Operations carried on at the Pyramids of Gizeh, podemos hacernos una idea muy aproximada de su aspecto, muy similar, por otro lado, al sarcófago de Khufuenekhi que se conserva en el Museo de El Cairo.
La cara exterior posee el aspecto de la fachada de un palacio, con tres puertas falsas en los laterales y una en cada uno de los dos lados cortos, motivo decorativo idéntico al que hay sobre las paredes de una de las primeras salas de esta misma pirámide. El sarcófago fue descubierto sin la tapa que lo cubría, aunque otro hallazgo casual ayudó a los dos arqueólogos a poder reconstruir su forma original. En la cámara que se extiende sobre la del sarcófago, en un nivel superior de la pirámide de Micerinos, se toparon con algunas piezas de la tapa que alguien, en misteriosas circunstancias, se había molestado en llevar hasta allí.
El extraño acompañante
Dentro del sarcófago de basalto Perring descubrió otro hallazgo sorprendente. Allí estaban los restos de la tapa de un ataúd de madera en cuya superficie se conservaba de forma muy borrosa una inscripción mutilada. Ésta aludía a la figura del faraón en los siguientes términos: “Salve Osiris, rey del norte y del sur, Menkaure, que vive eternamente, nacido del cielo, concebido de Nut, heredero de Geb, su amado,. Ella, tu madre Nut, se extiende sobre ti, en su nombre de ‘misterio del cielo’, ella garantiza que tú puedas existir como dios sin tus enemigos, oh rey del norte y del sur, Menkaure, que vives para siempre”.
El estudio tipológico de estos fragmentos de madera, que actualmente se conservan en los almacenes del Museo Británico de Londres ya que Vyse los envió en otro barco diferente, no dejaron duda alguna sobre su procedencia. Se trataba de un añadido de la época saita (dinastía XXVI, ca. 650 a. de C.) claramente reconocible por la forma antropomorfa del ataúd. Este dato fue interpretado a comienzos de nuestro siglo por el egiptólogo alemán Ludwing Borchardt, como una prueba irrefutable que demostraba que todo el mobiliario de la pirámide de Micerinos fue repuesto en este momento de la historia faraónica.
Sin embargo, el análisis moderno de otro de los hallazgos de Perring ponía de manifiesto el error de Borchardt. Junto a los fragmentos de la tapa hallados en la misma cámara superior, aparecieron varios huesos pertenecientes al cadáver de un hombre y una pocas tiras de lino con las que la momia había sido envuelta en la Antigüedad para el enterramiento. Parte de los huesos de la momia, que desmentían el relato de Heródoto quien hablaba de que allí se había enterrado a la cortesana Radopis, se pudieron salvar milagrosamente del naufragio. Expuestos en la vitrina B de la primera sala egipcia del British, hasta que se sometieron a un análisis de radiocarbono, se pensó que pertenecieron al faraón Micerinos. Sin embargo, la fecha que proporcionaron estaba muy alejada de la IV dinastía, momento en el que reinó este faraón. El resultado fue que aquel enterramiento se había llevado a cabo durante la época cristiana, y más en concreto hacia el siglo II de nuestra Era.
A este dato tendríamos que añadir otros sorprendentes hallazgos que desestabilizan las teorías convencionales proporcionadas por los egiptólogos académicos sobre la función funeraria de las pirámides. ¿Cómo explicar los huesos de un toro descubiertos por Giovanni Battista Belzoni en el interior del sarcófago de Kefrén en 1818? O ¿cómo entender que los restos humanos descubiertos por Jean Phillipe Lauer en la pirámide de Zoser en Sakkara, no datan de la III dinastía (ca. 2600 a. de C.), a la que correspondía este rey, sino que son mucho más modernos, según recientes análisis de radiocarbono?
Muchos piensan que la Pirámide Divina, tal y como se conocía a la de Micerinos en época faraónica, fue restaurada y reacondicionada en varias ocasiones. Prueba de ello es la inscripción jeroglífica conservada a la izquierda de la entrada del monumento. Desgraciadamente, el fragmento que menciona la fecha exacta -día, mes y año- del enterramiento de Micerinos, está borrada en su totalidad.
Redescubierta en 1968, esta inscripción ya fue mencionado por el griego Diodoro de Sicilia en el siglo I a. de C. en el Primer libro de su Historia Universal. Lo más probable es que fuera mandada grabar por Khamwaset (ca. 1280 a. de C.), hijo de Ramsés II el Grande, quien tuvo a bien restaurar varios monumentos del Imperio Antiguo, entre ellos las grandes pirámides de Gizeh.
Evasión de monumentos
Como era común en el primer tercio del siglo XIX, las antigüedades podían salir de Egipto con una facilidad pasmosa. Y al igual quehiciera Vyse con otras piezas que ahora están en el Museo Británico de Londres, el coronel británico decidió sacar de la pirámide de Micerinos el gigantesco sarcófago de basalto con el fin de transportarlo hasta la capital de su país. El propio transporte hasta el barco que les esperaba en el Nilo no fue sencillo. Según relató Perring en su diario personal, las dificultades que tuvieron para mover el sarcófago de su emplazamiento original fueron mayúsculas.
Con todo, después de superar infinidad de problemas, el sarcófago llegó a finales de septiembre de 1838 a Alejandría, a punto para coger el próximo barco que le llevara hasta Inglaterra, el Beatrice. Y lo que sucedió más tarde ya lo conocemos. Tras la primera escala en Malta, al salir del puerto la ira de Neptuno fue capaz de dar al traste con las expectativas del viejo coronel. No fue mayor problema: la empresa británica Lloyd´s pagó puntualmente el seguro que cubría las pérdidas del transporte y desde poco se supo del sarcófago de Micerinos.
En su época fue incluso un hecho sonado. No en vano, Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) en su novela La vuelta al mundo de un novelista (libro III cap. XIX) se hizo eco de este inusual acontecimiento.
Han pasado más de 160 años desde que el Beatrice se hundiera frente a las costas de Cartagena -se piensa que frente a la bocana de su bahía, entre los faros de Navidad y Santa Ana-, y, sin embargo, todavía estamos a la espera de poder reflotar el tesoro que contenía.
¿Dónde está Micerinos?
Se han barajado muchas posibilidades para intentar ubicar exactamente el pecio del Beatrice. Entre ellas destacan el golfo de León, el de Vizcaya, las costas de Portugal o las de Livorno, en la toscana italiana, si bien la más admisible por la comunidad egiptológica internacional siempre ha sido la de Cartagena. No obstante, no deja de ser extraño que, si bien el hecho es mencionado por Blasco Ibáñez, la prensa de la época no hizo el menor comentario sobre el hundimiento de la goleta, circunstancia que ha hecho dudar a más de un investigador sobre la exactitud de la bahía de Cartagena como lugar para encontrar el sarcófago de Micerinos.
En contra de esta posibilidad esta el que los propios ingleses pretendieran a fines del siglo pasado realizar prospecciones en esta zona, aunque finalmente no se llevaron a cabo por la negativa de las autoridades españolas a concederles el permiso. Lo mismo ocurrió justo antes de la Guerra Civil. Y si descontamos la intentona americana y otra egipcia de los últimos años, debemos irnos a 1985 para encontrar el primer intento serio de rescatar el Beatrice.
En esta fecha, gracias a la iniciativa de varios investigadores españoles, entre ellos Pedro Lavado y Joaquín Lizana, pudo darse con el lugar aproximado; como se había sospechado no muy lejos de Cartagena. Desde aquel momento, todo pareció indicar, y así lo reflejó la prensa de la época, que en breve se podría reflotar el Beatrice sacando a la luz no solamente el sarcófago de este faraón sino el resto de piezas que viajaron en la misma goleta con destino al Museo Británico, todas ellas obtenidas en las excavaciones de Vyse en Gizeh. De estas piezas, por cierto, no se tiene la menor noticia, pudiendo haber entre ellas una obra incluso más importante que la del propio sarcófago de Micerinos. Únicamente sabemos por el Lloyd’s Register of Shippings que la carga del Beatrice -224 toneladas- era muy importante y voluminosa, circunstancia que justificaba el alto precio del seguro.
Sin embargo, los problemas diplomáticos y burocráticos no hicieron más que empezar desde el preciso momento de aquel hallazgo. ¿A quién pertenecería el sarcófago una vez sacado a la luz? ¿A Egipto, a Inglaterra o en su caso a España? Curiosamente, no lo habían reflotado, ni siquiera se conocía el lugar exacto en donde estaba el Beatrice, y las autoridades ya levantaban la voz con la sana intención de quedarse con el tesoro. Si además añadimos que las aguas en donde supuestamente se encuentra el barco mercante hundido pertenecen a la Armada española, los problemas se acuciaron aún más.
Salvar al faraón
Ahí se quedó la cosa hasta que en 1996 una iniciativa privada intentó retomar el asunto con nuevos bríos para llevarla a buen puerto, y nunca mejor dicho. Se trataba de la Fundación Arqueológica Jordi Clos de Barcelona, institución que, junto a la Asociación Española de Egiptología con sede en Madrid, trabajan en nuestro país en defensa de esta ciencia (curiosamente ninguna de las dos es pública).
El proyecto totalmente catalán, denominado Salvar al Faraón, consistía en localizar frente a la dársena de Cartagena la ubicación exacta del pecio. Para ello tendrían que sobrevolar la zona y ayudarse de un radar.
Las trabas burocráticas no se hicieron esperar, dilatando la ejecución del proyecto durante más de un año. La consejera de Cultura y Educación de la Comunidad de Murcia, Cristina Gutiérrez-Cortines, espetó a la Fundación Jordi Clos con que para llevar a cabo tan espectacular búsqueda, debían contar con los permisos necesarios del Estado, con el añadido de que la operación debía ser dirigida y coordinada por un técnico de la Comunidad.
Además, la desconfianza de las autoridades reinaba en cualquier acercamiento. En unas declaraciones hechas al periódico murciano La Verdad (2-6-1997) la propia consejera decía que el proyecto “debe estar perfectamente coordinado con la Armada, porque el mar está muy poco protegido, y tenemos que garantizar que se trabaja donde se dice. (Además) los particulares han encontrado restos arqueológicos que han sacado del mar y no han dado cuenta de ellos”.
El proyecto ha sido abandonado momentáneamente debido a las innumerables trabas burocráticas que ha sufrido la Fundación Jordi Clos de Barcelona. El deseo de todos es que muy pronto esta obra de arte pueda ver la luz, y que aporte quizás, después de los estudios que se merece, sorprendentes pruebas sobre el funcionamiento interior de las misteriosas pirámides.
© Nacho Ares